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Tentación superada

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«Luego el Espíritu lo impulsó al desierto. Y estuvo allí en el desierto cuarenta días. Era tentado por Satanás, y estaba con las fieras, y los ángeles lo servían» (Mar. 1: 12-13).

Jesús les contó a sus discípulos algunas de sus tentaciones personales para enseñarnos que en este mundo todos pasamos necesariamente, muchas veces por el desierto de la tentación. Ser tentado es el precio de nuestra libertad, de poder escoger entre varias opciones y de correr el riesgo de equivocarnos.

Para Jesús, asumir la condición humana significó tener que enfrentarse como Adán y Eva, como los israelitas en el éxodo, como cada uno de nosotros, con decisiones que esconden a menudo sutiles tentaciones. Es en el fondo de una lucha interior donde todos nos enfrentamos con las fuerzas del mal (Sant. 1: 13-14). Los creyentes, también. A mi alumna Lina, torturada por sus pruebas, le costó aprender por experiencia propia que «nunca sale una de las filas del mal para entrar en el servicio de Dios sin arrostrar los asaltos de Satanás» (E. G. White, El Deseado de todas las gentes, pág. 91).

Creía que su decisión admirable de prepararse para compartir el evangelio con la gente de su etnia, complicada por el hecho de ser mujer, iría acompañada por una serie sin fin de bendiciones, como sin duda lo fue. Pero no se esperaba que sus tentaciones más sutiles vendrían camufladas de buenas excusas, disfrazadas de razones loables, y matizadas por todos las atenuantes y justificaciones posibles. Así fue con Jesús y así es con todos nosotros, incluida Lina.

Para costear sus estudios, Lina ayudaba en las tareas domésticas a varias familias. Un día en que estaba especialmente necesitada de dinero, limpiando el sofá de una casa rica, se encontró un billete de 50 euros. Lo que necesitaba para terminar la semana. Me contó que estuvo a punto de llevárselo, con estos argumentos:

«Esta gente rica tiene dinero de sobra y yo, pobre, desgraciada, matándome a trabajar por una miseria. Nadie me ve. Para los dueños, esto no es nada. Además, les está bien empleado por negligentes. Con la falta que me hace a mí este dinero en este momento... ¿Quién sabe si no es Dios mismo quien me lo ha hecho descubrir ahí, tan a mano, en respuesta a mis oraciones?».

Toda tentación, seria o banal, nos empuja a sucumbir al deseo de ver realizado algo indebido, a actuar poniendo nuestra voluntad por encima de nuestra conciencia. Para ello no necesitamos buscar ocasiones: se presentan solas.

Jesús, tentado como nosotros, nos asegura que, si buscamos la ayuda de Dios, este jamás nos dejará sucumbir (1 Cor. 10: 13).

Gracias, Señor, por tus victorias sobre mis tentaciones de hoy.

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