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Ayer Benjamín nos contó la experiencia que transformó su vida. Una noche, a eso de la once, su padre recibió una llamada telefónica de la policía diciéndole que su hijo había sido detenido en una redada por cuestiones de droga. Que acudiese a recogerlo al calabozo, si es que podía justificar que el chico todavía era menor, y que a la mañana siguiente un equipo de inspección pasaría por su casa.
Ignorando prácticamente todo acerca de las andanzas de su hijo, pero temiendo que hubiese algo más detrás de aquella detención, el padre de Benjamín, llevado por su instinto paterno, se puso a registrar de inmediato la habitación del menor y encontró, en efecto, un alijo de cocaína lo suficientemente grande como para ser constitutivo de delito, con pena de cárcel.
Asumiendo el riesgo, si era detenido, de ser acusado de tráfico de estupefacientes, el padre tomó el alijo y lo arrojó al gran río que pasa por su ciudad, y que sin duda lo arrastraría al fondo del cercano mar. Cuando a la mañana siguiente la policía registró la casa de Benjamín no encontró nada sospechoso y el joven no pudo ser inculpado por tenencia de drogas.
Cuando el juez de menores se entrevistó con el chico, le dijo: «No te voy a enviar a un penal de menores porque tu padre se ha comprometido a hacer todo lo que pueda para que cambies de rumbo. Si consigues terminar la educación secundaria sin problemas, y llegas a los dieciocho años sin más infracciones, destruiré tu historial delictivo y entrarás en la vida de adulto con un expediente virgen».
Varios años más tarde, el 22 de agosto de 2020, Benjamín predicaba en la Iglesia Adventista de Collonges-sous-Saléve (Francia) y recodaba una vez más, inmensamente agradecido, todo lo que había hecho su padre para salvarlo.
Como el Padre celestial, había tomado sobre sí mismo las transgresiones del infractor, había perdonado sus agravios y había arrojado, literalmente, sus «pecados» y consecuencias al fondo de la mar, ayudándole a tomar las riendas de su vida y a hacerse un hombre de provecho.
Con él, hoy yo también digo: «¿Qué Dios hay como tú, que perdona la maldad y olvidas el pecado del remanente de su heredad? No retuvo para siempre su enojo, porque se deleita en la misericordia. Él volverá a tener misericordia de nosotros; sepultará nuestras iniquidades, y echará a lo profundo del mar todos nuestros pecados» (Miq. 7: 18-19).
Que así sea en mi vida hoy y siempre.
EN MIS LUCHAS