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Imagina que alguien puede saberlo todo acerca de ti: tu edad, tu domicilio, tu trabajo, tu trabajo, tu currículo, la hora a la que te levantas, cuándo comienzas a trabajar, cuándo vuelves a casa, por dónde pasas, la marca y matrícula de tu vehículo, tus preferencias en comidas, lecturas y viajes, el equipo al que sigues, tus estudios, tu familia y tus amistades, las redes a las que perteneces o que visitas, tus inclinaciones en materia política, religiosa y sexual, tus series favoritas, tu declaración de la renta, tu cuenta bancaria, tus compras, tu historial médico, tus conversaciones telefónicas, las páginas que consultas en Internet...
»Imagina que alguien puede vigilarte las veinticuatro horas y conocer todo lo haces y dices, una especie de dios mítico, omnipotente, omnisapiente y omnipresente, que toma nota de todos tus actos para utilizarlos como pruebas en balanza del juicio final, solo que aquí el juicio es constante, a modo de evaluación continua, y tu condenación puede llegar en cualquier momento. Imagina ese inmenso poder en malas manos...» (texto adaptado de "Dictadura tecnológica", El País, 6.2.2022, pág. 12).
Y ahora deja de imaginar, porque esta es nuestra realidad en la avasalladora dictadura tecnológica en la que se ha convertido nuestro mundo.
En mi calidad de simple ciudadano, saberme espiado o controlado por el estado y por los beneficiarios de los grandes capitales de nuestra sociedad de consumo en un mundo globalizado, me resulta francamente irritante. Vivir bajo el ojo implacable del «Gran Hermano», imaginado por George Orwell en 1984, es constatar que la terrorífica idea de lo que parecía ciencia ficción se ha hecho ya prácticamente realidad. Me hace bien, sin embargo, saber que Jesús también me conoce, y que sabe lo necesito, pero no como los poderes que se sirven de mí, sino al contrario, para responder a mis necesidades y para velar por mi bien (Mat. 6: 31-33).
Incluso en mis flaquezas, el que Dios me conozca me tranquiliza. Porque, como dice el apóstol Juan, «si nuestro corazón nos reprocha algo, mayor que nuestro corazón es Dios, y él conoce todas las cosas» (1 Juan 3: 20, RVR1977).
Me hace bien saber que el infinito amor de Dios está por encima de mis propios sentimientos de culpa o de fracaso, y que produce la diferencia entre mi maldad y mi torpeza, entre mis circunstancias y mis intenciones. Que su misericordia y compasión están encima de mi mala conciencia y que me juzga con más justicia, pero también con más clemencia, que los demás y que yo mismo.
CON JESÚS HOY