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Cuando nos mudamos a vivir a la antigua ciudad de Sagunto, la vieja acrópolis asentada en lo alto del monte resplandecía en el horizonte, cada noche. La silueta de su castillo y de sus milenarias murallas iluminadas podía verse desde muy lejos. Hasta que de pronto, una noche, todo se desvaneció.
Una serie de increíbles robos de los cables de cobre y de los focos había acabado por dejar casi a oscuras la mayor parte de la ciudadela. Cuatro años después de que la ciudad se gastara un millón de euros para iluminar todo el perímetro exterior del monumento nacional, apenas queda hoy un pequeño tramo iluminado, al centro de la parte norte.
¡Qué triste ilustración de lo que ocurre con algunos cristianos! En vez de brillar, parece que ellos también se hayan dejado robar sus «focos» (sus posibilidades de ser portadores de luz) y sus «cables» (sus conexiones con Dios, nuestra gran fuente de energía).
La razón de ser de la luz es brillar al servicio de los demás. El faro del puerto para guiar a quienes navegan por los mares, el alumbrado de la calle para orientar a los transitan por ella y las lámparas de casa para iluminar a las personas que se mueven, trabajan o descansan en el hogar.
Todos los cristianos estamos llamados a servir, siendo luces en la oscuridad, transmitiendo o reflejando la luz que recibimos de Cristo. Porque nunca se trató de brillar con luz propia, sino de reflejar la luz del que ha dicho: «Yo soy la luz del mundo» (Juan 8: 12).
En un mundo en el que es fácil dejarse llevar por intereses que, a la larga, acaban por hacernos mirar a otra parte, los cristianos tenemos la tarea de procurar, iluminar, guiar y advertir a quienes lo necesitan. Como aquellas modestas bombillas que en el pasado alumbraban los rincones de la vieja ciudad de Sagunto y sus callejones oscuros, ayudando al transeúnte a encontrar su camino en medio de la noche.
Todos estamos llamados a ser luz que no se esconde, que no se apaga, para brillar allí donde estemos: desde nuestras más cotidianas relaciones humanas, hasta las más altas esferas del poder.
Pero siempre para que estas buenas acciones lleven a los beneficiados por su luz a glorificar al Padre que las inspira desde el cielo.
Señor, deseo que me enseñes a ser, con tacto, humildad y sabiduría, luz que no se esconde.