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Tengo en mi despacho una pequeña colección de lámparas de arcilla, varias de ellas traídas de tierras bíblicas, alguna de ellas (presuntamente) de tiempos de Jesús. Son unas vasijas cerradas, salvo por dos orificios. Uno, en la parte superior, por donde se reponía el aceite. Otro ligeramente acanalado en el pico, de donde salía una mecha, a menudo de lino (Isa. 42: 3; 43: 17), que absorbía por capilaridad el aceite, que solía ser de oliva (Éxo. 27: 20), y así iba alimentando la llama. Algunas tenían en el extremo opuesto un asa anular, para transportarlas.
La mayoría estaban hechas de barro, aunque también se han descubierto algunas de bronce, sin duda utilizadas en las casas de los ricos.
Las más comunes tenían una forma redondeada u oblonga (en forma de «ojo»). Estas lamparitas caseras, casi todas no mayores que el hueco de la mano, nos dan una idea aproximada de lo preciosa y precaria que era la luz de que eran portadoras en aquellos tiempos: de ellas dependía el poder moverse dentro de casa o en sus aledaños, con cierta seguridad, en las sombras de la noche.
Nuestros ojos son las «lámparas» de nuestro cuerpo. Cuando se enfocan en el bien, nuestro ojo es «bueno» (haplous), es decir, sano, recto, «entero», que no se desvía (o bizquea) hacia el mal, y todo nuestro ser camina en la luz. Pero cuando nuestra mirada se deja desviar hacia lo malo, somos como lámparas mal enfocadas, que en vez de luz, proyectan nuestras propias sombras, agravando nuestras propias tinieblas.
Parte de nuestra misión, como seguidores de Cristo, es ser luz, ser «ojos» para el que no ve claro en las tinieblas de su vida. Cuando nuestras lámparas se alimentan de la luz divina (Sal. 112: 4; 119: 105), y se orientan debidamente, esta luz resplandece en todo lo que hacemos. Muchas veces, no necesitamos predicar con palabras: nuestros actos bastan para dejar claro si aportamos luz o somos portadores de sombras. Señor, ilumíname siempre para transmitir tu luz.
HACIENDO MI PARTE EN LA MISIÓN