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En teoría, ser cristiano es ser discípulo de Cristo. Y esto, desde la primera generación. Como registra Lucas, ya en el libro de Hechos de los Apóstoles - a discípulos se les llamó cristianos por primera vez en Antioquia» (Hech. 11: 26), precisamente porque no cesaban de hablar de Cristo. Todos los que nos consideramos cristianos estamos de acuerdo en llamarnos así.
Pero desde que, tras los diversos decretos de Constantino, se fue imponiendo el cristianismo como religión oficial del Imperio romano, a nivel personal llamarse «cristiano» no significa necesariamente reflejar el carácter de Jesús de Nazaret. Desde entonces, los cristianos ya no nos distinguimos por el mero hecho de atribuirnos ese nombre, sino que necesitamos identificarnos por algo más.
Lamentablemente, hoy la mayoría de los millones de llamados «cristianos» nos distinguimos muy poco, a simple vista, de otros creyentes y no creyentes, por nuestra manera de ser y actuar. Además, como el cristianismo se encuentra tan dividido, los cristianos nos identificamos en realidad por nuestras diversas denominaciones.
Unos definen su identidad cristiana refiriéndose a la procedencia (a menudo geográfica) del credo que profesan (católicos romanos, anglicanos, etc.), a la tradición litúrgica que siguen (maronitas, ortodoxos coptos, armenios, etc.), al nombre de los reformadores que los inspiran (luteranos, calvinistas, etc.), al sistema de organización eclesiástica adoptado por su iglesia (presbiterianos, episcopales, etc.), o a algunas de sus creencias más sobresalientes (unitarios, bautistas, adventistas del séptimo día, etc.). Hay muchos que asocian además dicha identidad con particularidades colaterales, como la manera de adorar (pentecostales, carismáticos, etc.) o incluso el atuendo (amish, franciscanos, etc.).
Pero Jesús dejó muy clara la seña de identidad por la que sus seguidores debíamos ser identificados, y tiene poco que ver con doctrinas, liturgias, sistemas administrativos o prácticas religiosas. Tiene que ver, esencialmente, con la manera de tratarnos los unos a otros y la manera de tratar a los demás. Dicho en otras palabras, por la calidad de nuestro amor puesto en práctica. Es decir, por nuestra disposición a procurar el bien de los demás: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, en la manera en que manifestáis vuestro amor los unos por los otros».
¡Qué testimonio tan poderoso daríamos al mundo, en el ámbito de la espiritualidad, si los cristianos fuésemos conocidos sobre todo por nuestra solidaridad humana, por nuestra empatía, nuestro talante fraternal y nuestros esfuerzos por construir un mundo mejor!
Señor, deseo que me llenes hoy de tu amor y que cada día, por tu gracia, consiga reflejar mejor el tuyo.
HACIENDO MI PARTE EN LA MISIÓN