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E| apóstol Juan apunta aquí a uno de los misterios más profundos de nuestra fe cristiana. Jesús es la palabra de Dios hecha carne. En Jesús, la revelación divina ha tomado rostro humano, ha tomado la voz de un hombre como nosotros, con unos ojos y un corazón semejantes a los nuestros, y se ha puesto a trabajar para nosotros -sanarnos, apoyarnos, abrazarnos - con unas manos como las nuestras.
Esto significa que todo lo que él era y hacía era «Palabra de Dios». Cada acto suyo, cada frase pronunciada, era revelación divina. Hasta el punto de que Jesús podía afirmar: «Quien me ha visto, ha visto a Dios» (Juan 14: 9).
Como cristianos tenemos la misión de predicar la Palabra de Dios. «Predica la Palabra», dirá Pablo a Timoteo (2 Tim. 4: 2). El apóstol hubiera podido decir prácticamente lo mismo si hubiera dicho: «Predica a Jesús».
Esto implica que lo que nosotros hacemos y decimos, incluyendo nuestra manera de hablar y nuestra manera de ser, si quiere ser realmente cristiano, tiene que ser también «Palabra encarnada».
De acuerdo con un estudio publicado en la revista Scientific American, cada día, en promedio, cada adulto pronuncia unas 16.000 palabras. Si a ellas añadimos las más o menos 60.000 que nos dirigen a nosotros, nuestros interlocutores, familiares y amigos, nos encontramos con ¡el número de palabras que tiene un libro de más o menos 200 páginas!
¿Cuántas de esas palabras son, como aconseja el apóstol Pablo, «agradables y de buen gusto» o «dichas con gracia, como sazonadas con sal» (Col. 4: 6)?
Ser «Palabra encarnada» no va solo de hablar. Porque, como muy bien afirma el dicho popular: «Lo que haces habla tan fuerte que no puedo escuchar lo que dices». En el seminario teníamos un profesor que solía repetirnos que «el mejor predicador es Fray Ejemplo». Nuestras acciones tienen, en realidad, más importancia aún que nuestras palabras.
Hay algo de verdad en el dicho «Las palabras se las lleva el viento». Es evidente que nuestro comportamiento habla más de nosotros que nuestras «profesiones de fe». Jesús afirmará, en otros términos, que el mundo nos conocerá por nuestras acciones. Aún más concretamente, por nuestra vivencia concreta del amor (Juan 13: 35).
Señor, dame hoy la valentía y el coraje de hablar y actuar como tú nos enseñas, para que pueda convertirme yo también, a mi modesto nivel, en «Palabra encarnada».