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Le llamaban loco

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«Y se juntó de nuevo tanta gente que ni siquiera podían comer pan. Cuando lo oyeron los. suyos, vinieron para prenderlo, porque decían: Está fuera de sí» (Mar. 3: 20-21).

Por mucho que nos cueste creerlo, en algún momento de su ministerio los familiares de Jesús llegaron a decir, a quienes querían escucharlos, que Jesús había perdido el juicio» (SA), que «no estaba en sus cabales» (NBE), o, directamente, «que estaba loco» (BTI).

Jesús todavía estaba a principios de su ministerio. Pero a partir de entonces, no cabe duda de que muchos lo llamarían «el loco ese», y no solo por detrás, entre ellos, sino ahora abiertamente, justificándose en lo que su propia familia decía de él. Lo que no sabían unos y otros es que, en cierto sentido, tenían razón. Según los criterios de sus familiares y de su entorno biempensante, Jesús estaba loco.

En su bendita locura, a veces prefería dar de comer que comer (Juan 4: 31-34), o dar descanso a las almas agobiadas (Mat. 11: 28-30) que descansar él mismo. Y en contra de la lógica más generalizada del egoísmo humano, enseñaba que «hay mayor felicidad en dar que en recibir» (Hech. 20: 35, BJ).

Los que lo conocían mejor sabían que su locura no era como las nuestras: era una locura divina. Llevado por ella, había abandonado el trono del universo para emigrar al vertedero en el que se estaba convirtiendo nuestro pobre planeta (Juan 1: 14). La suya era una locura de amor. Una locura tan grande que soñaba con salvar a todo el mundo, movido por un amor tan grande que solo podía proceder de Dios (Juan 3: 16). Hacía falta estar muy loco para abandonar el cetro del universo por el cayado del caminante. En este mundo, hace falta estar loco para ir por ahí «haciendo bienes y sanando a todos los oprimidos por el diablo» (Hech. 10: 38).

Cuando los que creían ser los más cuerdos del mundo se dieron cuenta de que ninguna camisa de fuerza sería capaz de retenerlo, y comprendieron que se había propuesto contagiar su demencia a los más posibles, decidieron acabar con él (Juan 11: 49-53). Pero él había contagiado ya a suficientes seguidores para que tomaran el relevo de extender aquella locura divina hasta los confines de la Tierra (Mat. 28: 18-20).

Y así se difundió por nuestro mundo la locura de la cruz (1 Cor. 1: 18) a través de la locura de la predicación (1 Cor. 1: 21). Así nació el cristianismo.

Por eso, cuando alguien me llama loco por ser cristiano, me digo, para mis adentros: «Bendita locura».

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