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Rubielos de Mora es un pueblo antiguo de la provincia de Teruel (Aragón), situado al pie de las sierras Gúdar y Javalambre, no muy lejos de unas pistas de esquí. Además de estar considerado como uno de los pueblos más bonitos de España, Rubielos es el pueblo de mis antepasados Badenas, mis bisabuelos y abuelos y donde nació mi padre. Allí tenían una hermosa casa de piedra en una calle importante y un floreciente negocio de tejidos de lana artesanales.
Todo iba más o menos bien para la familia en aquel entorno rural hasta que el mensaje del sábado irrumpió en sus vidas de la mano de los primeros misioneros adventistas en España, los jóvenes hermanos Walter y Frank Bond, llegados en el año 1903.
Mis bisabuelos ya eran bautistas, pero eso no había afectado muy visiblemente su estilo de vida y sus relaciones laborales. En una época de hegemonía católica y sin leyes de libertad religiosa a las que acogerse, pronto el sacerdote local comenzó a movilizar a las autoridades y al pueblo con sus arengas contra "los herejes". Parodiando el estribillo de una canción vulgar, cuando los adventistas se reunían en casa de mis abuelos para celebrar el sábado, la chiquillería gritaba ante su puerta a todo pulmón:
¡Fuera, fuera protestantes / fuera, fuera de la nación!
¡Que queremos ser amantes / del Sagrado Corazón!
Pronto a los gritos se unieron las piedras, sin respetar ni ventanas, ni cristales, ni ancianos, ni mujeres, ni niños, ni a nada ni a nadie. Y a mi familia no le quedó otro remedio que hacer caso a Jesús y abandonar su querida casa y su hermoso entorno de toda la vida: «Cuando os persigan en esa ciudad, huid a otra... » (Mateo 10:23).
Así fue como se desterraron a otro pueblo llamado Jérica. Allí también tuvieron que hacer frente al rechazo y a la hostilidad. Pero con mucha oración, fe, paciencia y amor, como los muros de Jericó (Hebreos 11: 30) los muros de prejuicios de Jérica fueron cayendo, aunque en este caso no fue al cabo de 7 días, sino de 7 años.
Durante ese tiempo la comunidad de creyentes adventistas no cesó de crecer. Y cuando, por razones que no vienen a cuento, mi familia tuvo que exiliarse de nuevo, esta vez se desterraron a Llíria: «Pero los que fueron esparcidos iban por todas partes anunciando el evangelio» (Hechos 8: 4). Y así, poco después, por la gracia de Dios, allí plantaron una verdadera iglesia, que pronto contaba con un centenar de miembros. Y que sigue creciendo.
Señor, dondequiera que me lleven las dificultades de la vida, acompáñame.
CON JESÚS HOY