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Las necesidades de los nuestros

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«Cuando vio Jesús a su madre y al discípulo a quien él amaba, que estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo: "He ahí tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Juan 19: 26-27).

Atender a las necesidades de nuestros seres más queridos debiera ser una de nuestras más sagradas prioridades. El apóstol Pablo llega a situar nuestro deber de atender a nuestra familia por encima de nuestra profesión de fe. Lo dice de la manera siguiente: «Porque si alguno no provee para los suyos y mayormente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo» (1 Tim. 5: 8).

El apóstol Juan nos revela un detalle más sobre el tierno amor que llenaba el corazón de Jesús, siempre atento a las necesidades de su entorno. Clavado ya en la cruz, a punto de agonizar, nos deja un último y conmovedor testimonio de su ternura filial. Jesús sabía que María, su madre, se quedaba, legalmente, a la merced de sus familiares más cercanos, de acuerdo con la ley del levirato, según la cual el pariente más próximo tenía la responsabilidad de «redimir» a la viuda, aportándole el apoyo que necesitase (cf. Rut 2: 20; 3: 12).

Pero Jesús sabe también que su entorno familiar no ha sido todavía tocado por la luz del evangelio, y desea para su querida madre el mejor hogar de acogida posible. Por eso decide, apoyándose en la fuerza legal de la última voluntad de un moribundo ante testigos, confiar la custodia de María a la persona que le daría sin duda el mejor amparo posible, superior al de su propia familia: su discípulo Juan, allí presente, con el que, sin duda, ya había hablado anteriormente sobre el tema.

¡Qué hermoso ejemplo para nosotros! Conseguir para nuestros mayores el mejor amparo cuando nosotros ya no podemos atenderlos, por las razones que sean. De modo que se sientan atendidos como si fueran de veras su familia.

Conozco hermosos casos de algunos ancianos atendidos por cuidadores que respondieron tan bien a sus necesidades que en el fondo de su corazón hubieran deseado que aquellas personas fueran de veras su familia. Sabían que no lo eran, pero les hacían sentir tan bien, que los «adoptaron» como si fueran sus verdaderos parientes. Estoy seguro de que algo así debió ocurrir entre María y Juan, «el discípulo amado», sin duda también por ella.

¡Qué triste, sin embargo, que muchos tengan que sufrir por no poder recibir de los suyos la atención que necesitan!

Señor, inspírame para saber responder como tú a las necesidades de los míos.

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