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Tiene un 40% de probabilidades de quedar embarazada», me dice el médico después de revisar mi útero que ha salido con pocos quistes en la pared endometrial. Lo que vino a mi mente fue los años que hemos servido al Señor con tanto gozo y todo nuestro esfuerzo para beneficio de la iglesia. Sentía que ese bebé tenía que nacer. Del otro lado del escritorio, el hombre de bata blanca y cabellos canosos nos explica que estaré en tratamiento únicamente por dos meses.
En el auto, de regreso pienso en el pasado y en la manera maravillosa en la que el Dios a quien sirvo y a quien amo ha hecho milagros para mí. «¿Quieres hacer uno más, por favor?», le digo. Pero no estoy triste, no estoy angustiada, no estoy desesperada por ser madre y aunque es un anhelo, nuestra infertilidad no ha sido motivo de disgustos ni de desánimo. En este camino de la fe hemos aprendido a confiar en la inequívoca voluntad de Dios y eso es lo único que nos mantiene firmes.
No obstante, en muchos hogares, cuando el milagro no llega, la fe flaquea. Cuando el milagro no llega, el corazón se atormenta. Cuando el milagro no llega, los labios reniegan. Ya lo dijo Salomón: el vivir esperando algo que quieres que a toda costa suceda en tu vida, simplemente no te deja disfrutar de todas las cosas, vivencias y personas que te rodean. Cuando el milagro no llega, en ocasiones dejamos de ver hacia el cielo y comenzamos a buscar hacerlo a nuestra manera con tal de que suceda. Y en esa búsqueda implacable, olvidamos preguntarle al Señor si eso que tanto deseamos está en sus planes para nosotros. Algunos viven esperando cuál niño en el supermercado, tirados en el piso y haciendo rabietas por obtener el dulce u objeto deseado. No funciona así con el Señor.
Querida amiga, la buena noticia es que no tienes que vivir más esperando con tormento en el corazón. Cualquiera que sea tu anhelo, vive esperando confiada en que Dios tiene planeado lo que mejor le ha parecido para tu vida y no creo que haya una opción mejor que su voluntad.
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