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De ser una mujer importante y con suficientes recursos (2 Reyes 4: 8), paso a ser refugiada en tierras filisteas. Debido al hambre que el Señor envió sobre la tierra por siete años, ella y su familia emigraron para poder sobrevivir, dejando atrás su vida cómoda y próspera. Cabe suponer que al final de los siete años, cuando regresó a Sunem, descubrió que la casa donde vivía era habitada por otras personas. Corrió hacia los campos de cultivo y vio que había hombres trabajando ahí. Eso solo podía significar una cosa: nada de lo que era suyo le pertenecía. También podemos pensar que su esposo ya no estaba con ella. De haber estado vivo, habría sido él quien fuera a hablar con el rey (2 Reyes 8: 3). Así que sola con un hijo, sin casa y sin tierras que trabajar, solo se le ocurrió que el rey era la única persona que podría ayudarla.
En ocasiones, repentinamente se derrumba todo lo que habíamos construido. La muerte, el desempleo, la traición, el fraude u otro factor, pasa cuál torbellino arrasando todo cuanto teníamos y nos deja en la desolación o el desastre. ¿Qué hacer bajo esas circunstancias? Algunos se pierden en los vicios, otros se vuelven amargados y otros pocos hacen lo que hizo la sunamita: acudir al rey.
En la mente divina todo está debidamente organizado y todo ocurre cuando debe acontecer, ni antes ni después. No hay casualidad. Aquel día, cuando la mujer se presentó en el palacio, no era casualidad que el siervo de Eliseo estuviera platicando con el rey sobre el más grande milagro que el profeta hubiera realizado al revivir a un muerto. Y es aquí donde razono que, si el hijo no se hubiera muerto años atrás, Eliseo no lo habría resucitado y Giezi no habría tenido nada interesante que contarle al rey, quien no podía creer la veracidad de la historia. Justo ahí aparece ella y el final es maravilloso. No solo su casa le fue devuelta, sino que el fruto que sus tierras produjeron por siete años le fue pagado.
¡Qué maravillosa noticia! «El Rey te devolverá todo lo que te pertenece».
#ndfolizdorocihirmirnos