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La fiesta de la Pascua conmemoraba la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, por lo tanto, podemos compararla con la fecha de independencia de cualquier país. La ceremonia implicaba tres etapas: sacrificar el cordero, aplicar la sangre en el dintel y comer la carne. En esa fiesta, más que festejar a un ejército o a un héroe nacional, era un día oportuno para glorificar a Dios quien intervino para hacer por el pueblo lo que nunca hubiera logrado por su fuerza. De esta manera, la Pascua representa a Jesús que vino a saldar nuestra deuda del pecado y así concedernos la salvación. Esto era imposible lograrlo por nosotros. No importa cuán bueno pueda ser alguien, ninguna cantidad de buenas obras cambia su condición de pecador a salvo. El apóstol Pablo entendió bien el mensaje, él escribió: «Cristo, que es el Cordero de nuestra Pascua, fue muerto en sacrificio por nosotros» (1 Corintios 5: 7). Era necesaria la muerte de Cristo como el cordero de Dios para obtener la libertad. Aunque Jesús vivió sin pecado, eso era insuficiente; realizó muchos milagros y compartió muchas enseñanzas, pero nada de eso nos salva. Tuvo que ofrecer su vida.
Durante quince siglos Israel celebró fiestas de Pascua. Para que esta tuviera un significado real en la vida de los adoradores, debían aceptar por fe a Jesús como su sustituto en la cruz, reconocer que su sangre los limpiaba de todo pecado y «comer su carne», es decir, depender de él. En los días de Cristo, se estima que 240 000 corderos eran sacrificados en Jerusalén cada vez que se celebraba esta fiesta, lo cual avivaba la esperanza del sacrificio perfecto. Finalmente, llegó el día esperado, por desgracia, la mayoría no reconoció a Jesús en ese momento, pero después muchos lo aceptaron abiertamente el día del Pentecostés.
Cuando Jesús tenía doce años acudió con sus padres a Jerusalén y aunque a partir de entonces entendió cabalmente cuál era su misión, por amor a ti decidió proseguir con el plan de salvación. Hoy ya no es necesario sacrificar corderos, pero sí podemos recordar el sacrificio perfecto del Hijo de Dios. Previo a su muerte, Jesús estableció la Cena del Señor, un recordativo de nuestra salvación y una forma de renovar nuestro pacto con él.