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El nombre «Zacarías» es uno de los que más aparece en el Antiguo Testamento (más de veintinueve personas se llamaban así). El significado es «Jehová recuerda». Aquí nos referimos al profeta y sacerdote que alentó al pueblo de Dios a continuar el trabajo de reconstruir el templo. A diferencia de Hageo que era un adulto mayor, Zacarías era joven y representaba a una nueva generación. La característica de su escrito son las visiones que tuvo, por eso su libro se conoce como el Apocalipsis del Antiguo Testamento. Asimismo, de todos los escritos de los profetas, solo después de Isaías, es en el que más profecías señalan el ministerio de Jesús en esta tierra.
Podemos considerar que de nada le serviría a esa gente que salió del cautiverio tener templo y habitar en Jerusalén si dejaban fuera de su vida a Dios, por lo cual, solo podrían «cantar de alegría» en la medida en que el Señor estuviera involucrado en sus actividades. Desde esta perspectiva, los creyentes de la iglesia primitiva cantaban de alegría sin importar si estaban en un templo o en prisión porque Jesús era una persona real que los acompañaba a cualquier lugar. Entonces, llegó el momento de la persecución y tuvieron que dejar la ciudad, lo que implicaba no poder asistir más al templo, aun así, seguían cantando de alegría porque el Señor los acompañaba. Posteriormente, el templo fue destruido por el ejército romano en el año 70 d. C., pero el número creyentes se incrementaba.
A los primeros creyentes se les llamó «cristianos» no porque ellos eligieran ese apelativo como un nombre propagandístico para influir en quienes oyeran su mensaje. Fueron los habitantes de Antioquía (Hechos 11:26) quienes los llamaron así por primera vez al verse impactados por la manera en que hablaban de Cristo en todo momento.
Los judíos contemporáneos de Jesús se jactaban de su templo, pero rechazaron a Jesús al extremo que un día el Señor tuvo que decirles, «aquí está uno mayor que el templo» (Mateo 12: 6), refiriéndose así mismo. La mala experiencia de los judíos no tiene que ser la nuestra; más bien, aprendemos de sus tropiezos para no imitarlos. Malamente, esta realidad llega a ser una paradoja de muchos llamados cristianos: dejar fuera a Jesús del templo y de la vida práctica.