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Actualmente, el concepto “trabajar” no cabe en nuestra idea de lo que es un “paraíso”. Paraíso tiene más que ver, para nosotros hoy, con un lugar bonito, un ambiente tranquilo, seres queridos cerca, todas las necesidades cubiertas, cero compromisos y ningún trabajo pendiente. Pero el paraíso de Dios incluía el trabajo, la ocupación útil, como parte de la felicidad del ser humano.
Contrario a lo que más de uno parece creer, el trabajo fue un regalo que Dios hizo a sus criaturas cuando aun el pecado no había hecho su entrada en este mundo. Por lo tanto, no se trata de un castigo ni es el resultado de una maldición. Por supuesto, como ha sucedido con todo lo que Dios creó (que era todo bueno en gran manera), también el trabajo ha degenerado bajo la influencia del pecado. Pero, aun así, trabajar encierra bendiciones importantísimas para los que vivimos todavía en este mundo. ¿Sería inteligente querer perdernos esas bendiciones?
El trabajo nos habla de un Dios que comparte su creación con los seres humanos. Hubiera sido muy fácil para él establecer un proceso automático para que el huerto se mantuviera sin necesidad de cuidados por parte del hombre, pero, al crear el trabajo, Dios permitió a los seres humanos poner nuestras manos sobre la naturaleza que él creó. A través del trabajo podemos cuidar, cultivar, transformar y disponer de los recursos creados por Dios. Desde ese punto de vista, cuando Dios creó el trabajo estaba extendiéndonos una invitación a usar, disfrutar y administrar la creación junto a él.
El trabajo nos habla de un Dios de esperanza. Dondequiera que se trabaja hay esperanza de que las cosas ocurran, cambien o alcancen un nivel óptimo. El trabajo que Dios dio a nuestros primeros padres les indicaba que, aunque el mundo que recibieron era bueno en gran manera, podían cuidarlo y cultivarlo para hacerlo aún más glorioso. ¡El trabajo es esperanza!
El hecho de que Dios creara el trabajo nos recuerda también que, como dijo Jesús, “mi Padre hasta ahora trabaja” (Juan 5:17). Basados en esta realidad, podemos confiar en las palabras de Pablo: “El que empezó en ustedes la buena obra, la irá perfeccionando hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6). Resulta, pues, reconfortante, saber que tenemos un Dios que trabaja constantemente para cumplir sus propósitos. Sabemos que somos parte de su plan y necesitamos y anhelamos su cumplimiento.
¡Bendito sea el Dios que trabaja!