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Entre los mejores autorretratos que Dios ha “dibujado” para nosotros, sin duda están los diez que encontramos en su Santa Ley. En el primero de los Diez Mandamientos, Dios se revela a nosotros como nuestro libertador (lee Éxo. 20:2). Si leyéramos este mandamiento de forma superficial podríamos llegar a creer que, en él, Dios está estableciendo una suerte de dictadura divina; pero mirado más allá de lo superficial nos damos cuenta de que Dios está creando aquí las condiciones para que sus hijos podamos vivir libres de ataduras, yugos y servidumbres sin sentido.
Dios nos está diciendo que no tenemos que creer ni aceptar que alguna cosa creada, por impresionante que sea, o que alguna persona, por extraordinaria que parezca, debe recibir de nuestra parte un trato de divinidad. En este primer mandamiento el Señor nos enseña a ver la naturaleza como lo que es: la obra de sus manos; y a ver a los seres humanos como lo que somos: criaturas de Dios. No tenemos que esperar que el sol, la luna, las estrellas, el mar, los ríos, los árboles o los animales determinen nuestro destino ni merezcan nuestra adoración.
Hemos de tener cuidado de no llegar nunca a creer que alguna cosa creada o algún ser humano (sin importar lo que haga, cómo se vista o de qué hable) son divinidades entre nosotros, a las que debemos temer y reverenciar. Dios nos libera del temor que trae la idolatría, nos libera de creer que, dondequiera que miremos o vayamos, hay un dios que adorar o un ente al cual complacer. Desde el primer Mandamiento quedamos libres para reconocer solo a Jehová como el único Dios, concentrarnos en eso y disfrutarlo.
Por supuesto, este mandamiento también haría verse como ridículo cualquier intento de endiosarnos a nosotros mismos, de creernos superiores a los demás o tratar de manipularlos o subyugarlos. Cualquier intento de supremacía de cualquier índole está fuera de lugar en un mundo donde solo existe un Dios.
En este mandamiento, Dios nos ayuda a tener un retrato de toda la creación y nos invita a ver que, en ese retrato, el único que tiene categoría de Dios es él. Es una especie de despertar a un mundo más sencillo, menos tenso, sin tantos jefes, ni dioses ni gurúes. Es un permiso para no hacer caso a tantas cosas y personas que quieren venir a controlar nuestra vida, y para darnos cuenta de que hay solo uno a quien rendirle cuentas:
¡Jehová, el único Dios!