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La peor esclavitud del ser humano es la esclavitud a la que nos somete el pecado. Seguramente por eso la Biblia insiste tanto en retratar a Dios como nuestro Libertador (lee Sal. 40:13, 17; Col. 1:13, 14; Rom. 8:1, 2; Efe. 2:1-5; Apoc. 1:5). Una vez que nos sabemos y nos sentimos liberados por Dios, cambia nuestra actitud, nuestra manera de entender y de vivir la vida. El agradecimiento por esa liberación nos convierte en nuevas criaturas.
Sin embargo, a veces nos cuesta aceptar a Dios como nuestro libertador, porque pensamos que eso implica reconocer una nueva condición de esclavitud: la “esclavitud” de la obediencia a la Ley de Dios. Tememos que eso vaya a coartar nuestras vidas, impidiéndonos vivir felices, porque tenemos un concepto erróneo de lo que es la libertad en Cristo. Nos parece que seguir a Cristo reduce lo que podemos hacer. Y si bien es cierto que, bíblicamente hablando, el ser humano es esclavo del pecado para perdición o esclavo de la justicia para vida eterna (lee Rom. 6:16), el mismo Pablo explica en el versículo siguiente que el servicio a Dios es voluntario, de corazón, nacido del agradecimiento por la manera en que nos liberó: “Aunque ustedes fueron esclavos del pecado, han llegado a ser obedientes de corazón” (Rom. 6:17). Sería un error decidir continuar siendo esclavos de la condenación del pecado, que ha decretado la muerte sobre nosotros, y de su dominio sobre nuestro ser, que nos convierte en personas que tienden naturalmente hacia el mal.
Tal vez la esfera de nuestra vida en que más podemos disfrutar la obra liberadora de nuestro Dios es en la lucha que libramos contra nosotros mismos, contra eso que llamamos el yo: nuestros pensamientos, actitudes, sentimientos y actos que sabemos que no se ajustan a la voluntad de Dios, que a pesar de que no deseamos verlos en nosotros, siguen ocurriendo. Es en el campo de batalla de la mente donde el poder libertador de Dios gana las más hermosas y grandes batallas, y logra convertir al pecador en santo, al ebrio en sobrio, al mentiroso en veraz, al orgulloso en humilde, al infiel en fiel, y al perdido en salvado. Todo esto es hecho por Cristo y en Cristo, Todo eso es la verdadera libertad.
En la Cruz del Calvario, Cristo venció a Satanás, derrotando así a todos los poderes del mal, el pecado y la muerte. “Manténganse, pues, firmes en la libertad con que Cristo nos libertó, y no se dejen oprimir de nuevo bajo el yugo de esclavitud” (Gál. 5:1).