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El Salmo 49 lo escribió David para mostrar la insensatez de confiar en los bienes materiales, en el conocimiento o en los honores que podamos acumular en este mundo. El argumento del salmista es que riquezas, sabiduría y honores no durarán para siempre; ¿por qué, entonces, depender de ellos?
Todos vamos a morir (sí, los justos también morirán), pero los que crean en Dios lo harán con la esperanza de la resurrección. Sin embargo, este salmo no es un canto al fracaso de la humanidad, sino una afirmación de esperanza para afirmar que hay solución aun para el problema de la muerte. Por eso el salmista retrata a nuestro Dios como aquel que tiene poder aun sobre la muerte. Por medio de él, la resurrección está asegurada. “Jesús respondió: ‘Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá’ ” (Juan 11:25). Gracias, Señor, por esta esperanza tan grande.
Cuando Dios creó al hombre lo hizo para que viviera para siempre; el pecado, sin embargo, supuso un cambio de planes. Dios no es el autor de la muerte, sino Satanás, quien trajo a este mundo el pecado que la produjo. Pero Dios respondió al pecado con la salvación por medio de “Cristo Jesús nuestro Salvador, que destruyó el poder de la muerte y que, por el evangelio, sacó a la luz la vida inmortal” (2 Tim. 1:10, DHH). “Jesús fue de carne y sangre humanas, para derrotar con su muerte al que tenía poder para matar, es decir, al diablo” (Heb. 2:14, DHH).
Dios es el único que puede vencer a la muerte, porque es la fuente o el origen de la vida, y porque es la fuente o el origen de la resurrección. Que Dios pueda resucitar a personas que han muerto no solo significa que él detiene la muerte, sino además revierte completamente el proceso trayendo de nuevo a la vida lo que se había desintegrado. Esto nos da una esperanza absoluta, completa, perfecta. Es decir, a partir de este hecho, no hay nada que nuestro Dios no pueda hacer por nosotros, porque aun lo que ya no existe él lo hace existir otra vez. ¿Cómo no sentir amor y gratitud por un Dios como este? ¿Cómo no aferrarnos cada día más a él y reconocer que es todo lo que necesitamos?
Nuestro buen y gran Dios “destruirá a la muerte para siempre” (Isa.25:8). Ya no habrá más muerte ni más dolor (lee Apoc. 21:4). ¡Alabado sea su nombre!