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Todavía recuerdo ese día. El profesor de la materia Creencias cristianas llegó al salón de clase trayendo los resultados del examen anterior. Estaba entregando a cada alumno individualmente sus exámenes corregidos, cuando llegó frente a uno de mis compañeros.
–¿Cuánto crees que sacaste? –le preguntó.
–Creo que saqué un 100 –fue la respuesta.
–Así que crees que sacaste un 100… ¿Quieres un 80? –comentó el profesor.
–No, gracias, yo quiero mi 100.
–Así que 100 ¿eh? ¿No quieres un 80? –le preguntó una vez más.
–No, profe, yo me esforcé y quiero mi 100.
–Pues aquí tienes, quédate con tu 60 –sentenció el profesor.
Mi compañero no lo podía creer. Miraba su examen corregido y el 60 en la parte superior, y escuchaba la risa del profesor. Luego nos decía: “¿Por qué no acepté? ¡Quién lo supiera!”
Hoy, leyendo Efesios 3, recordé ese incidente. Pablo habla de un misterio que Dios ha tenido por los siglos y que decidió dar a conocer. Él quiso salvar a judíos y a gentiles, y se propone hacer de ambos un solo pueblo que muestre al universo su sabiduría y la profundidad de su amor. Cuando leo y releo esto, me quedo pensando como mi compañero de clase: “¡Quién lo supiera!” Porque la verdad es que no sabemos nada acerca de Dios, de su plan, de la forma en que lo lleva a cabo, de cómo hará para salvarnos a pesar de nuestros prejuicios, diferencias, complejos e ignorancia. A veces creo saber mucho de lo grande e increíble que es la obra que Dios está haciendo en mí; siento que podría sacarme un 100 en esta materia, cuando en realidad lo más posible es que mi orgullo y mi ignorancia me hagan reprobar, porque me impiden recibir lo que Dios me ofrece por gracia.
Estoy feliz de saber que Dios es poderoso para hacer todas las cosas más allá de lo que yo puedo entender o pedir; porque si solo hiciera en mí lo que yo puedo entender, o solo me diera lo que yo le pido, me perdería el poder llegar algún día a entender, con todos los santos, esa profundidad, longitud y anchura del amor divino, que excede todo conocimiento.