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En las sociedades humanas, unas personas tienen cierto poder sobre otras, cierta capacidad para imponer conductas o respuestas en determinadas circunstancias y en forma limitada. Pero, a pesar de esta realidad, no podemos pensar que los seres humanos somos poderosos porque el poder no nos es inherente, siempre nos es dado y, por lo mismo, nos puede ser quitado. Usemos como referencia el caso de Pilato. En un momento en que este hombre, sin duda socialmente poderoso, afirmó tener poder para crucificar o liberar a Jesús, el Señor le dijo: “No tendrías ningún poder sobre mí si no se te hubiera dado de arriba” (Juan 19:11, NVI). El poder humano es un poder real, sí, pero circunstancial y dependiente de una fuerza externa que se lo conceda. No así el poder divino.
Dios es poderoso siempre y en toda circunstancia, porque el poder que él usa procede de sí mismo, no depende de ninguna fuente externa. Dios es poderoso cuando crea el mundo y cuando lo destruye; Dios es poderoso cuando nos da algo y cuando nos lo quita; Dios es poderoso cuando castiga y cuando perdona, cuando contesta diciendo sí y diciendo no. Él es poderoso cuando nos reprende y cuando nos habla con palabras tiernas y cariñosas; es poderoso cuando te sana de una enfermedad y cuando te da esperanza frente a la muerte; cuando te ayuda a conseguir un aumento de salario y cuando permite que pases por momentos de escasez.
Dios es poderoso cuando promete el Cielo a los que creen en él, y también cuando respeta la libertad de elección de aquellos que lo rechazan.
Lejos de buscar el poder social o relacional, el creyente busca al Dios que es poderoso para darle verdadera vida en Cristo. Más importante que ejercer algún tipo de poder institucional es estar conectados con el único Poderoso para convertirnos en lo que hemos sido llamados a ser. Cuando pedimos poder social, no sabemos lo que pedimos, porque el llamado del discípulo es un llamado a servir a aquel que es poderoso, no a acumular poder para que otros lo sirvan.
Jesús, hablando de los poderosos del mundo, comentó: “Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que son grandes ejercen sobre ellas potestad. Pero entre vosotros no será así” (Mat. 20:25, 26). Entre nosotros, los cristianos, lo que corresponde es que ejerzamos fe en Aquel que es poderoso, para que nos dé poder para servir, no para mandar.