|
Jesús, el Hijo que nos ha sido dado, es el Príncipe de Paz (ver Isa. 9:6). “Él es nuestra paz” (Efe. 2:14). Siendo que Cristo es nuestra paz, no podemos tener paz en nosotros si no la recibimos de él. ¿Has acudido a Cristo en oración para pedirle que te dé esa paz, que haga de ti un pacificador dondequiera que vayas? ¿Estás dispuesto a cumplir esa misión?
Dios quiere que sus hijos seamos pacificadores porque este mundo vive inmerso en un conflicto global, en una terrible guerra entre el bien y el mal de la cual nadie se puede librar. ¿Dónde no hay necesidad de paz? ¿Dónde no se necesitan personas que pongan paz? Dondequiera que haya alguien que no conozca a Dios, ahí se necesita un pacificador que ayude a terminar con el conflicto que hay en esa alma, a erradicar la angustia, el temor y la inseguridad. Desde este punto de vista, ser un pacificador es ser un sembrador del amor de Dios en el terreno de cada corazón humano.
Jesús les dijo a sus discípulos antes de irse: “La paz os dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo” (Juan 14:27). Con estas palabras, nos confirmó que una de las mayores evidencias de la ausencia de paz en la gente es la presencia del miedo. Es tan generalizada hoy esta realidad que se hace más esencial que nunca el llamado cristiano a ser agentes de paz mediante la extensión de la paz de Cristo. Esto no es fácil, porque convertirnos en pacificadores no significa que desaparecerán de pronto los conflictos o que a nuestro alrededor ya no habrá más guerra, sino que, en medio de las terribles situaciones que vivimos a causa de estar en un mundo en conflicto, nuestra presencia, nuestro ministerio y nuestra influencia traerán sosiego a la mente y el corazón de aquellos con quienes nos relacionamos, robándole el dominio al miedo. Lograr esto requiere ser firmes en Cristo, tener profundas creencias sobre nuestra misión, y fe para perseverar cuando parezca que la guerra se intensifica.
Si cada hijo de Dios escucha este llamado y pone en práctica esta bienaventuranza, el resultado será que la paz de Dios inundará las vidas de las personas y toda la Tierra será alumbrada con su gloria. Si prestamos atención a vivir de esta manera, nuestra paz será como un río (ver Isa. 48:18, NVI).