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Se cuenta que, cuando alguien le preguntó a Albert Schweitzer cuánto podía recordar de todo lo que había logrado en su prolífica vida como filántropo, músico, escritor, misionero, médico y teólogo, él contestó: “En realidad, ya no recuerdo nada de esas cosas. A estas alturas hay solo dos cosas que recuerdo bien: 1) que yo soy un gran pecador, y 2) que Cristo es un gran Salvador”.
A muchas personas nos atrae más el retrato de Dios como Proveedor, Sanador, Perdonador y Defensor que como Salvador. Seguramente porque lo que más deseamos es que Dios ejerza una de esas virtudes en nuestro favor para que nos vaya bien en esta vida. Pero, si miramos más allá de las circunstancias inmediatas de esta vida terrenal, hay algo que todos necesitamos: la salvación.
Cuando Dios se retrata a sí mismo como Salvador, al mismo tiempo nos retrata a nosotros como perdidos. Es probable que no nos guste la idea de que estamos perdidos. Es probable que prefiramos un tipo de religión que nos haga sentir que el poder está en nosotros, que lo único que tenemos que hacer es desarrollar nuestro potencial; pero la Biblia es clara respecto de nuestra realidad: somos pecadores y, como tales, estamos condenados a morir. Por eso es necesario, antes de que aceptemos la idea de Dios como Salvador, que admitamos que somos pecadores que estamos perdidos. ¿Has admitido ya esta realidad en tu vida? ¿A quién le puede importar que Dios sea Salvador, sino a aquel que sabe y reconoce que es pecador y que está perdido? Esta es la esencia del cristianismo.
Dios como Salvador es un retrato que nos recuerda dos cosas importantes: 1) si él es el Salvador, entonces es el único que sabe cómo deben hacerse las cosas.
Nuestro éxito no consiste en seguir nuestras propias agendas, lograr nuestros propios sueños o hacer todo cuanto se nos ocurra. Si así fuera, no necesitaríamos a El Salvador. La realidad es que solo Dios puede salvarnos, y, por lo tanto, es correcto decir que solo él es el camino, la verdad y la vida. 2) Si él es el Salvador, entonces soy yo el que está en deuda con él, y no al revés. Nunca llegará el día en que pueda hacer o dar algo que pague lo que Dios ha hecho por mí. Por eso la vida cristiana es una vida de entrega total, no tratando de ganarnos lo que no nos podemos ganar, sino agradeciendo lo que nos fue dado como un favor inmerecido.