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¡Qué horrible es ser malentendido! Lo he experimentado más de una vez. Quizá mi récord personal lo tengo con mi esposa. Muchas veces he quedado atrapado en el dilema de haberle dicho algo con una intención y ella haber entendido que la intención era otra. Puede tomar horas, incluso días, volver al punto de equilibrio. Y a veces, cuando uno trata de explicar la situación, descubre que se hunde aún más en una especie de arenas movedizas.
Supongo que es peor cuando hacemos algo inocente o noble y se malentiende, se exagera y distorsiona. Tras haber vencido al gigante filisteo Goliat, David tuvo que huir por su vida, ya que el rey Saúl malinterpretó lo que debió ser visto como un logro para su reinado, convirtiéndolo en un intento de derrocarlo del trono.
Nunca más, tras ese acontecimiento, Saúl pudo recuperar su confianza en David como uno de sus fieles servidores, ni David pudo vivir en paz hasta la muerte de quien malinterpretó y distorsionó lo que él hizo.
¿Te ha pasado a ti? ¿Te han malinterpretado alguna vez? ¿O quizá te has ofendido con alguien, para luego descubrir que había sido un malentendido de tu parte? Cuando pases por este tipo de circunstancias, es bueno que recuerdes el retrato de hoy, que dice que Dios te conoce perfectamente. No solo conoce tus actos y tus palabras, sino además tus pensamientos e intenciones. Si hay alguien ahí donde estudias o trabajas que te está causando dolor, y no puedes manejar la relación con esa persona por más que lo intentes, recuerda que tienes un Dios a quien puedes llevarle esas cargas, porque él te entiende perfectamente. Recuerda también esta promesa: “Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos” (Éxo. 14:14).
Esforcémonos para que nuestro hablar sea limpio y veraz, y para no exagerar ni tergiversar lo que otros dicen o hacen. Y como los malos entendidos serán siempre parte de la vida, cuando lleguen, ve al Señor, pues él te conoce como nadie; sabe quién eres, qué hiciste o dijiste, y la intención que había en tu corazón. Dile, como dijo el salmista: “Examíname, Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos. Ve si hay en mí, camino de perversidad y guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23, 24). Amén.