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Más de una vez Satanás ha tratado de hacer ver al Padre como un juez severo, tiránico, que necesita que el Hijo le ruegue para perdonar a los pecadores. Pero el hecho de que Jesús pida al Padre, teniendo la seguridad de que el Padre le concederá la petición, demuestra que ambos están perfectamente de acuerdo en el plan de salvación que están llevando a cabo. Es cierto que la encarnación, la muerte y la resurrección de Cristo hicieron posible el perdón; pero tanto el Padre como el Hijo aman al pecador y obran al unísono para nuestra salvación.
Frecuentemente, Jesús dejó muy en claro que había sido enviado por el Padre, y en el pasaje de hoy aclara también que el Padre mismo enviaría a otro como él para darle continuidad a la obra que había iniciado. Esto muestra a un Dios comprometido con nuestra salvación de principio a fin. Si bien es cierto que hay un mediador entre Dios y nosotros que es Jesucristo, esto no se debe a que Dios necesite que alguien lo convenza para que nos ame. Fue él mismo quien buscó ese mediador, fue él mismo quien se sacrificó enviando a su Hijo, con todo lo que eso implicó, para que, haciéndose como uno de nosotros, quedara en capacidad de ser nuestro mediador. La mediación, por tanto, no es para animar a Dios; todo lo contrario, es un puente que ha tendido Dios para que los pecadores tengamos acceso a él.
Aunque Satanás presenta al Padre como severo y solo dispuesto a perdonar ante la intercesión del Hijo, la verdad es que el Padre y el Hijo obran en la más plena cooperación para la salvación del ser humano. Como dijo el mismo Jesús: “El Padre y yo uno somos” (Juan 10:30).
La próxima vez que pienses en Dios, no lo veas como el profesor de esa materia en la que te fue tan mal en el examen. Dios no está analizándote para ponerte nota; Dios no está enojado contigo; Dios no necesita que nadie aplaque su ira. Simple y llanamente, Dios te ama. No está buscando cómo castigarte, está buscando cómo salvarte. Él odia el pecado, pero ama al pecador, y te ama tanto que decidió derramar su justicia en su propio Hijo, Jesucristo, para poder tratarte como si nunca hubieses pecado. ¡A eso se le llama verdadera consolación!