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En el carácter justo de Dios no cabe la parcialidad. No fue Pablo el primero en reconocer la justicia imparcial de Dios. Ya el patriarca Moisés escribió: “Porque el Señor su Dios es Dios de dioses y Señor de señores, Dios grande, poderoso y temible, que no hace acepción de personas ni acepta soborno” (Deut. 10:17, NBLA).
Es por esta justicia que sabemos que no hay para Dios hijos de primera categoría, mientras que otros son de segunda o incluso de tercera. Ningún ser humano tiene derecho a sentirse moralmente superior con respecto a otros que, en su opinión, son pecadores. En el pasado, el pueblo de Israel creyó que Dios excusaría en ellos los pecados que ellos mismos criticaban en otros, pero esto no sería ser justo. De hecho, esa actitud misma de condenar a otros no hace, sino poner de manifiesto su culpabilidad, pues esa mentalidad los condujo a la falta de amor y misericordia hacia el prójimo.
Pablo explica que aquellos que hemos pecado teniendo luz de parte de Dios para vivir, seremos juzgados en función de esa luz; de igual manera, los que pecaron sin tener la ley serán condenados sin la ley. En estos casos su propia conciencia los condena o los defiende.
La justicia de Dios nos enseña que el éxito en la vida cristiana no consiste en ser el que más sabe o el que siempre se sale con la suya. La vida de todos está ante los ojos del Señor y seremos juzgados por ese juez que no puede ser sobornado ni tampoco se parcializa.
La justicia de Dios nos recuerda que no podemos abusar de la misericordia ni de la bondad de Dios. No existe tal cosa como que Dios me ama y sabe que lo amo, por lo tanto, va a entender y perdonar. La bondad y la misericordia de Dios nos han sido dadas a conocer para que nos muevan al arrepentimiento. La gracia de Dios no es barata, porque, aunque él nos acepta como estamos, no nos deja así, sino que la contemplación de su amor y su justicia nos van guiando día a día, produciendo en nosotros nueva vida.
La justicia de Dios nos ayuda a respetar y a tratar con dignidad a todos los seres humanos, entendiendo que Dios nos atribuye el mismo valor a todos en Cristo.
Así pues, que el Señor nos ayude a imitar ese precioso rasgo de su carácter, que es la justicia sin parcialidad, y de esa manera seremos dignos hijos de nuestro Padre celestial.