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Nadie te ha amado tanto como Dios

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“¿Puede una madre olvidar a su niño de pecho, para no compadecerse del hijo de sus entrañas? Aunque ella se olvide, yo nunca te olvidaré” (Isaías 49:15).

Entre los ejemplos más heroicos que tenemos cuando se trata de dar amor, sin duda están las madres. Muchísimas madres se olvidan de ellas mismas para dedicarse a cuidar, proteger y criar a sus hijos. Por todas partes se producen experiencias que tocan nuestros corazones y provocan nuestras lágrimas, al ver hasta qué punto una madre puede ser abnegada. Precisamente, hace poco vi un reportaje en la televisión que mostraba a una mujer con tres hijos de ocho, seis y un año, los tres minusválidos. Literalmente cada día, cada semana, cada mes y cada año de la vida de esa madre, tanto de día como de noche, consiste en estar pendiente de las necesidades de sus niños, porque están postrados en una cama alrededor de la cual tienen instrumentos que la ayudan a cumplir tan indecible tarea. 

 

Cada día, esta mujer regresa a la misma batalla sin poder ver la más mínima evidencia de que algo esté cambiando para mejor; sin poder escuchar un simple “mamá”, un “hola” o un “te quiero”… Y, aun así, le sobran fuerzas para sonreír a sus hijos, besarlos y darles la esperanza de que algo cambiará en el futuro. Aunque nadie en el mundo tenga en cuenta a esos niños, su madre no se olvida de ellos. 

Semejante amor fue el que escogió el Señor como retrato de sí mismo para darnos una idea de cuánto nos ama. 

 

Dios nos dice: “Fíjate cuán amorosa puede ser una madre con sus hijos; pero si así no fuera, si ocurriera que una madre se olvidara de mostrar amor a sus pequeños, con todo, el Señor nunca se olvidará de ti ni te abandonará”. ¡Qué inmenso amor! 

 

Cuando miras el ministerio de Cristo, lo que ves es un inagotable amor en acción: en Nazaret, en Caná, en Naín, en Gadara, en Capernaúm, en Samaria, en el Templo, en el Monte de los Olivos, en el Getsemaní, en el aposento alto y, sobre todo, en el Calvario. Fue un amor más fuerte que el de una madre lo que movió a Cristo a sanar a los enfermos, a liberar a los endemoniados, a bendecir a los niños, a resucitar a los muertos, a enseñar la verdad a las multitudes, a denunciar la hipocresía y a morir por nuestros pecados. ¡Nadie, ni siquiera nuestra propia madre, nos ha amado tanto como él!

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