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Es imposible contemplar el ejemplo dado por Cristo durante su ministerio terrenal y llegar a la conclusión de que con su muerte en la cruz quedaron abolidos (invalidados) los Diez Mandamientos, o de que le puso fin a la obediencia a la Ley.
Muchos hoy creen así, pero si la ley de Dios hubiese podido ser derogada, no habría sido necesario poner en movimiento un plan tan abarcante y único en sus consecuencias y detalles como el plan de salvación.
Jesús no solo murió para pagar la deuda que los seres humanos teníamos con la Ley de Dios, sino también refrendó con su ejemplo de vida la vigencia de esos Mandamientos (los cuales él nunca quebrantó). Y se aseguró de retratar para nosotros en su Santa Palabra esa cualidad de su carácter llamada obediencia. Su testimonio, tanto de vida como de palabra, fue: “Yo he guardado los mandamientos de mi Padre para que, así como yo he hecho, ustedes también hagan”. Y cuando se refirió a los alcances de su ministerio, advirtió a los religiosos de su tiempo que lo acusaban de anular la ley: “No piensen que he venido para abolir la ley o los profetas. No he venido a invalidar, sino a cumplir” (Mat. 5:17).
Si algo nos debe quedar en claro al mirar a Cristo es que Dios considera su Ley inmutable y, por lo tanto, no existe circunstancia ni razonamiento que la puedan invalidar. La Ley es un trasunto, un reflejo exacto, del carácter de Dios, de su amor.
Siendo así, es tan eterna como Dios mismo. Creer que los Mandamientos han sido abolidos es como sugerir que hemos encontrado una forma de garantizar nuestra existencia y nuestra felicidad sin hacer la voluntad de Dios. Tal cosa es imposible.
La desgracia llegó a este planeta en el momento en que la Ley de Dios fue transgredida por nuestros primeros padres, y la restauración de la humanidad conlleva la vindicación de esa Ley. En nuestra mano queda la decisión de aceptar a Cristo y obedecer la Ley como respuesta de amor a la gracia divina.
Jesús nos pide que guardemos los Mandamientos, así como él los guardó, no porque obedecer la Ley nos salve (quien nos salva es Cristo), sino porque es la evidencia externa de que estamos internamente en el amor de Dios, de que hemos aceptado la salvación y de que le pertenecemos a él.