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"Kintsugi es un arte japonés. Consiste en reparar con resina de oro piezas de cerámica rotas como platos, cuencos, bandejas o tazas. En el producto final, el protagonista no es el objeto, sino los trazos de oro que recubren los lugares anteriormente rotos, haciendo así, de los defectos de las piezas, sus más grandes virtudes. El mensaje de fondo es que tanto las roturas como las reparaciones forman parte de la historia de uno y deben mostrarse, no ocultarse, porque la transformación que resulta de todo el proceso no afea, sino que embellece.
Esta forma de arte oriental es en realidad una metáfora para decirnos que, por más que las experiencias duras de la vida nos hayan roto por dentro; por más que los sufrimientos nos hayan amargado, los golpes, magullado, las traiciones, herido o los fracasos, hundido, sigue habiendo belleza y potencial después de la herida, precisamente, gracias a las reparaciones hechas tras la herida. Esto, para nuestra mentalidad occidental, es difícil de entender. Acostumbradas como estamos a tirar a la basura lo que se rompe, a esconder tras una máscara toda fisura de nuestra vida que nos haga parecer vulnerables, y a aislarnos para que nadie descubra nuestras heridas, nos cuesta comprender que hay belleza en el resultado final de pasar por el crisol. Admiro la sensibilidad del arte japonés, que señala un error cultural que hemos de corregir.
La belleza y la valía de una mujer no se pierden tras los golpes de la vida. Sí, es cierto que las heridas y los errores del pasado dejan cicatrices con las que hemos de cargar para siempre, pero podemos hacerlo de dos maneras: avergonzándonos de ellas y de lo que representan, por tanto, escondiéndolas; o viéndolas como medallas, trofeos de la experiencia que nos van dejando los años, y portándolas sin necesidad de esconderlas. ¿Somos capaces de valorar la belleza que se esconde en el resultado final, que es un carácter refinado por el fuego?
Como decía el también artista (pero de las letras) William Shakespeare: «Solo se ríe de las cicatrices quien nunca ha tenido una herida». Porque la persona que ha sufrido sabe que esa herida es preludio de una madurez, un equilibrio, una compasión y una solidaridad que son una verdadera obra de arte. Por eso, no te avergüences de tus roturas ni de los golpes que te ha dado la vida. Busca la forma de apreciar la belleza que resulta, y exhíbela para beneficio de las generaciones más jóvenes. Porque por esas cicatrices entra un raudal de luz. La luz de saber que es el gran Reparador el que nos recompone con hilos de oro. La luz de la esperanza en que el gran Artista sabe usar nuestras heridas para hacernos mujeres más profundas, más sabias, más empáticas, más... virtuosas.
«La herida es el lugar por donde entra la luz». Rumí.