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Cuando estaba en la universidad, siempre buscaba los mejores bolígrafos para con el menor esfuerzo por el papel. ¿Por qué? Para asegurarme de que no dejaba de apuntar nada. Mi preocupación era no haber apuntado algo que pudiera salir en el examen. Si no lo tenía registrado en mis papeles, no lo podría estudiar. Si no lo podía estudiar, no lo podría responder en el examen. Si no lo respondía en el examen, suspendería la asignatura. Una lógica aplastante, ¿sí o no? Por esa razón me tocaba ser rápida, tomando apuntes, porque mis profesores hablaban y hablaban a un ritmo vertiginoso.
¿Te imaginas a la gente que escuchaba al Rabí, al Maestro de los maestros, al más Grande, tomando notas de cada palabra que decía? No, claro que no. ¿Por qué? Porque lo que Jesús enseñaba no eran datos para memorizar, información para acumular, contenidos fríos, teóricos, formales, de los cuales algún día Dios nos examinaría. No, lo que Jesús enseñó a aquellos «alumnos» aplicados y que nos ha quedado anotado a nosotras en los Evangelios para nuestra enseñanza es un mensaje vital, son las claves de la salvación, es la auténtica sabiduría para la vida. Este tipo de enseñanza no es para comprarse el bolígrafo más rápido y tomar notas como una desesperada; este tipo de enseñanza es para leerla despacio y llevarla rápido a la práctica, para asegurarnos de que pase a formar parte de nuestro carácter, de nuestra filosofía de vida, de nuestra cosmovisión. Estos contenidos pedagógicos no hace falta anotarlos; lo que hace falta es grabarlos en nuestro ser.
«Nunca he permitido que la escuela entorpeciese mi educación», escribió Mark Twain. Porque la verdadera educación se adquiere fuera de las aulas, a los pies de Jesús, el gran Educador, el que nos inspira a vivir. La otra educación tiene su lugar: nos forma para un trabajo futuro y para el civismo que la sociedad requiere; pero aprender del Maestro es el curriculum que lleva a la sabiduría.