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«Cuando Raquel vio que ella no podía darle hijos a Jacob, sintió envidia de su hermana Lía, y le dijo a su esposo: "Dame hijos, porque si no, me voy a morir"» (Gén. 30: 1). La envidia llevó a esta matriarca bíblica a sentir que, si no tenía hijos, moriría. Irónicamente, cinco capítulos después descubrimos que, «luego de un parto muy difícil, [...] Raquel murió» (Gén. 35: 17-19, NTV). Lo que Raquel creía necesitar para no morir fue lo que le causó la muerte.
Cuántas veces, en nuestra relación con Dios, nos sucede algo similar. Fruto de emociones intensas y difíciles, le pedimos cosas creyendo que nos solucionarán el problema del momento; pero, en realidad, serán fuente de sufrimiento, conflicto e, incluso muerte (física o espiritual). Aquello que, según nosotras, necesitamos para que la vida tenga sentido, en última instancia puede llegar a atentar contra nuestra vida en su conjunto. Por eso Dios, que lo sabe todo, nos invita cariñosamente a someter nuestro criterio humano limitado, al criterio suyo, que es el de un padre que nos ama y que sabe lo que nos conviene (al contrario que nosotras, que tantas veces confundimos lo que queremos, con lo que Necestiamos, y con lo que nos conviene). Es así como «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Mas el que escudriña los corazones sabe cuál es la intención del Espíritu, porque conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos» (Rom. 8: 26, RV95).
Ciertamente no sabemos lo que conviene. Creemos que sí, pero no. Lo admitiríamos si fuéramos más humildes. Esto, lejos de llevarnos a dejar de pedir a Dios los deseos de nuestro corazón, debe conducirnos a un análisis de esos deseos; y, fruto de ese análisis, a una humildad tal que confía en que Dios sabrá interpretar y responder no conforme a nuestra limitada visión, sino a su panorámica más amplia.
Otro aprendizaje de gran valor que recibimos de la experiencia de Raquel es que nuestras peticiones a Dios no debieran estar tan condicionadas por emociones pasajeras, sino por un sentido de gratitud al Señor por la forma en que dirige nuestra vida. Se trata de creer que «Dios no conduce nunca a sus hijos de otra manera que la que ellos elegirían si pudiesen ver el fin desde el principio, y discernir la gloria del propósito que están cumpliendo como colaboradores suyos» (Promesas para los últimos días, cap. 30). Este debiera ser el filtro de cada una de nuestras peticiones, porque cambia radicalmente nuestra actitud.
«La oración no cambia a Dios, pero cambia al que ora». Søren Kierkegaard.