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El apóstol Pablo, en Romanos 12: 18, escribe lo siguiente: «Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (RV95). Como ves, deja una puerta abierta a la realidad de que, a veces, no está en nuestra mano (no depende de nosotras) entendernos bien con todos.
Para empezar, no todo ser humano entiende nuestra bandera de la paz. Y es lógico. Piensa, por ejemplo, en un niño para quien, que un adulto lo mire fijamente a los ojos, significa que ese adulto lo ama; pero para otro niño, puede significar que ese adulto está a punto de gritarle o pegarle. Porque el código a través del cual interpreta lo que ve y experimenta, se forma en función de sus vivencias. Entonces, tú, con buena intención, miras a los ojos a ese niño queriendo darle amor, pero no depende enteramente de ti que ese niño interprete tu gesto como amor; tal vez lo siente como una amenaza. Las neuronas son tremendamente sensibles a las experiencias que hemos vivido en el pasado.
Es fácil pensar que un adulto debiera ser capaz de superar conceptos erróneos formados por experiencias difíciles, pero muchos vienen de situaciones tan complicadas que su propio cerebro está en guerra consigo mismo, cuánto más con el de los demás. Tú, incluso sin pretenderlo, puedes, con una palabra, una mirada o un gesto, rozar un complejo, un trauma o un miedo, y encender un volcán.
Piensa en lo siguiente: ¿eres capaz de distinguir quiénes son esas personas de tu entorno que están en guerra consigo mismas y viven el presente con heridas emocionales no curadas? En la mayoría de los casos, nunca lo sabrás, no te lo dirán porque no confían en nadie como para abrirse tanto. Por eso, solo quedan dos conclusiones maduras para la mujer cristiana:
1) tratar bien a todas las personas;
2) no tomarnos personalmente las reacciones ajenas, para que no nos roben la paz cuestiones que, en realidad, nada tienen que ver con nosotras.
No hemos sido llamadas a abrir antiguas heridas de nadie, ni a confirmar los preconceptos de quienes viven a la defensiva por causa del dolor. Nuestro llamado es a ofrecerles paz a la manera que el evangelio entiende la paz. Nuestro llamado es a orar sin cesar para que, con el tiempo y la confianza, esas personas puedan entender nuestro lenguaje y permitirnos hablarles de Cristo. En él sí encontrarán paz.
«Cada uno de nosotros se forma una cosmovisión única, moldeada por sus experiencias en la vida». Bruce D. Perry.