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¿Alguna vez, al volante, te has llevado un susto pensando que no venía nadie por el otro carril? Ya sabes, pones el intermitente, miras por el retrovisor, vas a pasarte a la izquierda... ¡¡¡Piiii!!! ¡¡¡Piiii!!!! Casi tienes un accidente por no haber visto la realidad que te rodeaba. Esto se debe a que los espejos retrovisores de todos los automóviles tienen un punto ciego, un área que no permite verlo todo. Por mucho que los ajustes, no puedes evitar el punto ciego, y el peligro está siempre al acecho. La suerte que tenemos hoy es que los vehículos modernos cuentan con medios para ayudarnos. Mi auto, por ejemplo, tiene una pantalla en la que, cuando alguien está cerca, se ve la silueta de ese automóvil en color rojo, así que ya no dependo exclusivamente de mi percepción y del retrovisor: cuento con una ayuda inestimable para evitar el peligro.
En la carrera cristiana, todas tenemos puntos ciegos. Por muy bien que creamos haber «ajustado» lo que cae bajo nuestro control, siempre hay algún desequilibro en nuestra personalidad, en nuestro nivel de entendimiento, algún autoengaño que nos impide ver nuestra realidad. «Nada hay tan engañoso como el corazón», dice la Biblia (Jer. 17: 9); otra forma de decirnos que, hasta cierto grado (a veces en grado sumo), nuestra visión, por buena que sea, es incompleta o está distorsionada, con lo que nuestras palabras y actos, también lo estarán.
Necesitamos ayuda de lo alto con nuestros puntos ciegos, y Dios no nos ha dejado solas; contamos con la Biblia, que nos enseña la esencia de la naturaleza humana para que sepamos librar nuestras batallas; con el Espíritu de Profecía, que nos habla en un lenguaje más afín a nuestras realidades; con las personas que nos quieren y tienen la sensibilidad y la valentía de hablarnos desde el corazón, para nuestro bien (corren un riesgo para ayudarnos a ver esa parte de la realidad sobre nosotras que cae bajo nuestro punto ciego, pero si dejamos el yo a un lado no podemos más que darles las gracias por su inestimable ayuda). Y contamos, por supuesto, con el Espíritu Santo, que Jesús nos dejó antes de irse para que nos guíe en cada paso que damos.
Así como el mismo David, a pesar de ser un hombre conforme al corazón de Dios, necesitó que el profeta Natán le ayudara a ver la realidad de su pecado (le ayudara con su punto ciego), nosotras lo necesitamos también, para poder ser liberadas de los peligros espirituales que no vemos. Por eso, hoy, te propongo una oración:
«Señor, ayúdame con mis puntos ciegos, para darme cuenta de la conducta tóxica y el filtro distorsionado que ponen mi alma en grave peligro espiritual. Límpiame de estas faltas ocultas. Amén».
«Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos». Juan.