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En Estados Unidos, a los niños les cuentan una historia sobre George Washington, primer presidente del país, para enseñarles a no mentir. La historia dice lo siguiente: resulta que, cuando tenía seis años, a Washington le regalaron un hacha, y él tuvo la idea de talar un cerezo cuando nadie lo veía. Poco después, su padre descubrió el desperfecto, y se horrorizó.
-¿Has sido tú quien le dio esos hachazos al cerezo? -le preguntó.
-¡No puedo mentir! -respondió George-. Sí, fui yo.
-Decir la verdad vale más que cualquier árbol -comentó el padre-. Te perdono.*
Lo curioso es que esta historia no es cierta; fue una mentira inventada por el primer biógrafo de Washington, más interesado en vender libros que en la verdad. ¿Contar una mentira para enseñar a no mentir? Una paradoja que muestra cuán compleja es nuestra relación con la mentira.
Todos mentimos, y motivos no nos faltan para hacerlo. Mentimos para ocultar nuestras inseguridades (¿quién no las tiene?); mentimos para evitar la confrontación o la vergüenza (¿a quién no le da miedo no estar a la altura?); mentimos por temor a enfrentar las consecuencias de un error (¿quién no le tiene miedo a eso?). Es humano mentir, y todos lo hemos hecho (y, lo que es peor, lo seguimos haciendo), bien sea en detalles pequeños o en cuestiones de envergadura. Y a todos nos roba algo en el camino, pero particularmente a los cristianos, que intentamos vivir de acuerdo a los principios de un libro inspirado por Dios. Un libro llamado Biblia, en el que leemos mensajes contundentes como: «El Señor detesta los labios mentirosos, pero se de- leita en los que dicen la verdad» (Prov. 12: 22, NTV).
El problema de mentir es que revela nuestra falta de confianza en Dios y de respeto hacia el prójimo; por eso, después de una mentira, nos sentimos mal, y nos toca emprender un viaje de regreso hacia la integridad anterior. Un viaje francamente difícil y estrechamente ligado a la infelicidad. Como Dios quiere evitarnos toda infelicidad, nos advierte de la importancia de no mentir, y nos ofrece poder para lograrlo, por medio de una vida de fe y humilde dependencia de él.
El Señor detesta los labios mentirosos. Más claro no te lo puedo decir.
«Con una mentira suele irse muy lejos, pero sin esperanzas de volver». Proverbio judío.
* Robert Feldman, Cuando mentimos. Las mentiras y lo que dicen de nosotros (Barcelona: Urano, 2020), pp. 83-84.