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Pum. Le pegué a un buzón de correo. Pum. Dos buzones. Pum. Tres buzones. Esta sería una mañana complicada.
La noche anterior había caído la primera nevada en Maine. Yo no tenía experiencia con los inviernos de Nueva Inglaterra, así que me había subido a la camioneta confiando en que todo saliera bien. Pero mis esperanzas se desvanecieron demasiado pronto. La caja de la camioneta comenzó a serpentear y sacudirse por la nieve resbalosa e hizo que la camioneta girara. La llovizna hizo que el volante fuera imposible de controlar y el foco delantero derecho tiró abajo tres buzones del lado izquierdo de la calle.
Mientras hacía las llamadas telefónicas necesarias y me quejaba de mi situación con amigos y familiares, recibí poca compasión. Todos parecían tener la misma sugerencia: “Deberías poner bolsas de arena en la caja de la camioneta”. De algún modo, nunca había escuchado de ese truco. Me parecía poco probable que una bolsa de arena pudiera controlar el invierno traidor entre mi departamento y el colegio. Sin embargo, escuché los consejos y, después de comprar un par de bolsas de arena en la ferretería local, nunca más tuve problemas con el hielo.
Mi camioneta necesitaba algo que la mantuviera estable en su viaje resbaladizo, y nosotros también. Los medios gritan “¡Sigue tu corazón!”, pero la Biblia dice: “Engañoso es el corazón más que todas las cosas” (Jer. 17:9). No podemos confiar en él. Tenemos una guía más firme que nos mantendrá estables en las pendientes más resbaladizas de la vida: “Pero el fundamento de Dios está firme” (2 Tim. 2:19), y podemos confiar en su Palabra. Si seguimos nuestro corazón, chocamos y caemos en la ruina. En cambio, si podemos adoptar la oración de David como propia, diremos: “Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino” (Sal. 119:105).