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LA LEJÍA

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Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve (Salmo 51:7).

Mi papá abrió la puerta de la secadora y sacó sus camisetas rosadas. Pero espera… ¡él no tenía ninguna camiseta rosada! De algún modo, las camisetas blancas de mi papá se habían lavado con las sábanas nuevas color morado. El pigmento se había infiltrado en el agua, y sus camisetas blancas salieron con un tono rosado hermoso. Esta hubiera sido una situación trágica para mi padre muy varonil, pero, afortunadamente, teníamos una botella de lejía a mano, y rápidamente remediamos la situación. 

 

La lejía quita manchas de la ropa, y también saca suciedad de la ducha o del inodoro. La lejía restaura todo a su condición blanca y limpia; y a veces hasta queda más blanco que antes. 

 

Dios nos creó a todos a su imagen: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gén. 1:27). Desafortunadamente, el pecado nos manchó y nos ensució hasta que ya no parecemos hijos e hijas de Dios. Nos es demasiado fácil poner nuestra comodidad por encima de los otros, criticar en lugar de animar, o hacer nuestras propias reglas. Como la lejía, la salvación de Dios puede limpiarnos de esas impurezas y hacernos más puros que antes. Por eso, David le pidió a Dios: “Purifícame con hisopo, y seré limpio; lávame, y seré más blanco que la nieve” (Sal. 51:7). Confió en que Dios, su Hacedor, podría restaurarlo a su imagen. 

 

Recuerda que, sin importar qué estés enfrentando, Dios puede hacerse cargo de ello. Él puede hacerte puro de nuevo.

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