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Las ramas de los árboles se mecían precariamente sobre la claraboya, apenas visibles por la nieve que se arremolinaba. Había comenzado a creer que los habitantes de Maine no sabían nada de la cancelación de clases a causa de la nieve, pero finalmente las autoridades superiores habían cancelado las clases por las peligrosas condiciones climáticas. Me volví a meter en la cama y enterré la cabeza entre las frazadas, intentando bloquear el sonido del viento. Cuando me desperté, ya no había viento, pero sí había 65 centímetros de nieve en el patio. Los árboles tenían ramas cubiertas de cristales y el camino había desaparecido por completo bajo los copos de nieve.
Pero mi descubrimiento más sorprendente fue la formación de carámbanos (agujas de hielo) sobre el dintel de la puerta de mi vecino. Luego de pasar varios años en el sur de los Estados Unidos, me había olvidado de los carámbanos, y me intrigaban más que nunca. Parece totalmente imposible que un diminuto hilo de agua forme una lanza de hielo gigante en cuestión de horas; pero así es exactamente como se forman. Una gota minúscula se congela; otra gota se suma a esa y la alarga. Una gota a la vez, el hielo aumenta en tamaño y en fuerza. El carámbano puede llegar hasta el suelo, una gota tras otra.
Muchos cristianos tienen una fe de bebé, pero Jesús dice que una fe tan pequeña como un grano de mostaza puede desarraigar árboles y plantarlos en el mar (Luc. 17:6). Si le pedimos a Dios que aumente la fe que tenemos, poco a poco esa fe se hará más grande y fuerte. Marcos cuenta la historia de un padre que acudió a Jesús y le pidió que sanara a su hijo. El padre clamó: “Creo; ayuda mi incredulidad” (Mar. 9:24). Debemos unirnos a esa oración cada día. Quizá solo tenemos una gota de fe propia, pero Dios hará crecer esa fe hasta que se haga inquebrantable.