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Cuando una iglesia tiene un órgano de tubos, todos lo saben. Los tubos sobresalen del bautisterio. Los tubos se alzan sobre los bancos. Los tubos se ven en el balcón. Los tubos asoman desde cada pared en la nave. Y si alguien toca el órgano, nadie puede escuchar sus propios pensamientos por sobre la violencia bombástica del bramido de los tubos.
Los pianos tienen un papel mucho más sutil en el culto sagrado. Su música no proviene de tubos llamativos ubicados en lugares prominentes. En cambio, sus bellas melodías vienen de pequeños macillos escondidos debajo de la tapa del piano. La congregación no ve esos macillos en funcionamiento. Incluso el pianista tendría que prestar mucha atención para ver el movimiento. Pero cuando los macillos golpean las cuerdas en la caja del piano, producen una música suave, perfecta para un servicio de adoración.
La música desmesurada del órgano llama la atención sobre sí misma, como muchas personas en la época de Jesús. Jesús dijo: “Y cuando ores, no seas como los hipócritas; porque ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres” (Mat. 6:5). Esas personas se preocupaban más por tener la atención de todos que por la oración en sí.
Pero los pianos ejemplifican la vida de oración que Jesús alentaba. Dijo: “Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, cierra tu puerta y ora a tu Padre que está en secreto. Y tu Padre que ve en secreto te recompensará” (vers. 6). Si oramos solo cuando un profesor pide un voluntario, si adoramos a Dios solo durante el momento devocional de la práctica deportiva, tenemos que aprender una lección de los macillos del piano: el tiempo a solas con Dios es lo que hace que nuestra vida cante para él.