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Mi papá puso el direccional y se introdujo al caudal de vehículos que circulaban por la autopista 301. Vehículos híbridos e inteligentes avanzaban a toda velocidad por la autopista, camino a Frederick, Baltimore e incluso Washington D.C. Siguiendo el ritmo del tráfico, papá comenzó a acelerar. Aunque la velocidad máxima era de 90 kilómetros por hora, él llegó a 95, luego a 105 y luego a 115 kilómetros por hora…
Entonces, por el espejo retrovisor, papá vio luces rojas y azules que centelleaban con fuerza. Un oficial de la policía se acercó a la puerta del conductor y se inclinó para estar cara a cara con papá a través de la ventanilla.
–Señor –comenzó el oficial–, yo sé que se va a sentir señalado en este momento, y sé que cada vehículo que va pasando está por sobre el límite de velocidad. Sin embargo, acabo de registrar que su coche iba a 122 kilómetros por hora cuando el límite es de 90. Señor, por favor, le pido que baje la velocidad.
El oficial le dio una advertencia de infracción y lo dejó seguir sin multarlo. Papá no lo podía creer. Nunca antes lo habían detenido para advertirle sobre el límite de velocidad sin darle una multa cuantiosa. El acto de generosidad del oficial lo impresionó tanto que ahora papá toma esa autopista todos los días sin pasarse del límite de velocidad. Él quiere que, si llega a cruzarse con el mismo oficial otra vez, sepa que apreció su gracia y cambió en consecuencia.
La multa por ir a 32 kilómetros por sobre el límite de velocidad podría haber costado mucho dinero, pero “la paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). Como ese oficial en la autopista, Dios nos ha dado gracia. Nos ha advertido que no pequemos, y ha quitado el castigo. ¿Quiere decir esto que deberíamos continuar pecando? Claro que no. Podemos demostrar agradecimiento por la gracia de Dios, acatando sus advertencias y comportándonos de tal manera que seamos un motivo de agrado para Dios.