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Las atracciones de los parques de diversiones varían desde montañas rusas terroríficas hasta inocentes recorridos en tren. Los niños se estiran todo lo que pueden para que los operadores les permitan subir a sus atracciones preferidas. Pero tanto adultos como niños pueden subir a las “tazas locas” sin limitaciones. La atracción de las tazas locas parece tierna e inocente, pero esas tazas gigantes giran y giran en un baile vertiginoso. En esas grandes “tazas para té”, las personas se ven pequeñas, como saltamontes. Entre las vueltas y los giros, los cambios y los círculos, los seres humanos se vuelven diminutos e indefensos.
Pocas veces nos damos cuenta de nuestro tamaño insignificante hasta que vemos algo más grande: el Gran Cañón, una catedral imponente, el océano, una taza gigante. Pero el universo no tiene límites conocidos. Nuestra galaxia tiene un diámetro de 40.000 años luz. Nuestro sistema solar tiene siete planetas además de la Tierra. Y en algún lugar, en los cielos, tenemos un Creador que hizo todo esto. ¡Eso sí que es suficiente para hacer que una persona se sienta pequeña!
En Eclesiastés, Salomón expresa su opinión sobre el valor humano. Dice: “Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra; por tanto, sean pocas tus palabras” (Ecl. 5:2).
Nuestro propio valor parece insignificante comparado con el asombroso Dios del universo. ¿Qué podríamos llegar a decirle a él, que está en un nivel divino? Pero cuando Jesús explicó cómo ve Dios a los seres humanos, dijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Juan 3:16). El Rey del mundo, del sistema solar, de la galaxia y del universo entregó al Hijo que amaba; todo porque te ama tanto a ti y a mí. Quizá nos sintamos como saltamontes entre tazas locas gigantes, pero cuando Dios mira el universo, nos ve.