|
Mis padres todavía tienen varios de los regalos que recibieron para su boda, hace treinta años. Todavía tienen una cacerola con el dibujo de un pollo en un costado, la batidora de mano y una caramelera que hoy contiene diversas conchitas. Uno de los regalos más apreciados por ellos fue un carillón de viento que hizo a mano el tío Donald. El carillón tenía un tono angelical y hacía sonar una hermosa música en el ambiente en los días ventosos. Crecí escuchando las melodías esporádicas del carillón mientras jugaba en la arena o convencía a mi hermana de atar una cuerda de saltar a la hamaca colgada del árbol para realizar un acto de circo en el patio.
Desafortunadamente, luego de veinte años de melodías armoniosas, las cuerdas que sostenían al carillón se rompieron. Mi mamá, desesperada por arreglarlo, encontró un hilo de pita en la casa y volvió a armar el llamador. Con orgullo, lo colgó de nuevo en su lugar. Después de un rato, mamá escuchó a un ave nauseabunda que daba grititos ahogados. Lo bueno es que el sonido no venía de un ave moribunda. Lo malo es que venía del carillón. Ahora sonada débil y quejoso. Aparentemente, el tono del carillón depende mucho más del hilo que lo sostiene de lo que ella pensaba. Luego de una visita al negocio para comprar sedal de pescar, el carillón sonó como nuevo.
De manera similar, nuestro valor tiene poco que ver con nosotros mismos. Claro que tenemos nuestros pequeños talentos. Podemos tener las mejores estadísticas de hockey en el vecindario, o tener habilidades naturales para la oratoria. Pero no podemos enorgullecernos de nosotros mismos porque nuestro valor real proviene de otra fuente. “Más alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehová” (Jer. 9:24). Si no tenemos a Dios en el centro de nuestra vida, sosteniéndonos, podremos contribuir muy poco al mundo. Pero Dios es la fuente de toda la fuerza y los talentos que tenemos, y con él podemos hacer cualquier cosa (Fil. 4:13).