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Mi hermana Michelle y yo bajábamos por la colina junto al hotel dando saltitos. La laguna Thomas Pond resplandecía como un zafiro en el sol, y lo único que interrumpía su belleza era el graznido de algunas aves y el croar de las ranas.
La tía Patricia nos siguió hasta el muelle.
–No vayan a salpicarme –nos advirtió–. No quiero mojarme.
Michelle y yo revoleamos los ojos y tomamos los remos de la canoa. Ya teníamos edad suficiente para saber cómo manejar una canoa sin salpicar.
La tía Pat decidió subir primera a la canoa.
–Me molesta mucho cuando se me mojan los zapatos –repitió.
Con cuidado, la tía se subió a la canoa. De repente, levantó los brazos en el aire; con una mano sostenía una costosa cámara fotográfica. Sus caderas se mecieron por un breve segundo; entonces, todo su cuerpo comenzó a sacudirse: la canoa se inclinó hacia un lado y ella terminó en el agua. Incluso cuando la tía chapoteaba en el lago, logró sostener la cámara sobre la cabeza.
–¿Sabe nadar? ¡¿Sabe nadar?! –gritó un hombre que estaba cerca, con un teléfono
en la mano.
Michelle y yo solo sonreímos y asentimos, intentando no reír demasiado.
Las canoas se tambalean y se inclinan; no son firmes y seguras para subirse. La tía Pat debería haberle pedido a alguien que le sostuviera la canoa o le diera una mano. Arriesgó su cámara sin razón alguna. Como una canoa, la vida también cambia inesperadamente; y, a veces, nos sentimos sacudidos por las repentinas sorpresas, tanto buenas como malas. En esos momentos, necesitamos que Dios nos alcance y nos estabilice con su mano poderosa. Él puede sostener la canoa y guiar nuestros pasos cuando más lo necesitamos. No tenemos excusa para caer en pecado ni para ahogarnos en la destrucción cuando podemos pedir la mano firme de Dios.