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Estaba sentada, muy nerviosa, en el asiento del conductor de la camioneta, lista para que viniera un examinador a evaluar mi habilidad para conducir. Miré por el espejo retrovisor y me di cuenta de que ella había estado parada detrás de la camioneta, esperando que la viera.
–Ponga el intermitente izquierdo, por favor –me solicitó.
Y el examen había comenzado.
Durante los siguientes veinte minutos conduje por los vecindarios, sorteé conos y estacioné en distintos lugares. Mantuve las dos manos en el volante todo el tiempo y me aseguré de usar las luces intermitentes mucho antes de hacer una maniobra. Finalmente, luego de escuchar un discurso sobre vehículos que estuvieran estacionados en la calle, recibí las buenas nuevas: ¡tenía mi licencia de conducir!
Una licencia de conducir significa libertad y la habilidad de ir a cualquier lugar adonde lleve un camino. Luego de obtener mi licencia, de repente quería conducir hasta la tienda para comprar champú, solo porque podía hacerlo. Pero una licencia de conducir no es una excusa para meternos en problemas. Es una herramienta para ayudarnos a llegar a dónde necesitamos ir. Así también debemos usar la libertad que recibimos de Dios: para hacer buenas obras para él. No debemos aprovecharnos de nuestra libertad para nuestros propios placeres egoístas. El objetivo de la libertad es ayudarnos, no lastimarnos. ¿Qué harás con la libertad que te ofrece Dios?