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Recién llegada a la universidad, tenía toda la intención de que mi habitación en la residencia se viera asombrosa. Compré artículos de librería color violeta, y una pizarra blanca adornada para la pared fuera de mi habitación. Luego, puse sobre la cama una colcha violeta y rosada para combinar los colores de mis artículos de librería con mi nuevo bote de basura rosado, que me encantaba.
Mi bote de basura nuevo tenía un diámetro grande y mariposas en relieve en los lados. No quería cubrir el hermoso color ni el diseño, así que decidí no usar bolsas de basura. De todos modos, el tacho de basura nunca saldría de mi habitación, así que no le podía suceder nada.
Unos meses después, decidí que no valía la pena salvar el bote de basura. Varios chicles viejos habían quedado pegados en los costados, y juntaban todo el polvo y basurita que se cruzaba cerca. El bote de basura se había convertido en un horror. Por más que me encantaban las mariposas, deseé haber usado bolsas de basura para mantener el bote limpio.
Los botes de basura necesitan bolsas para separarlos de la suciedad, y nosotros necesitamos que el Espíritu Santo nos proteja el corazón de la suciedad de este mundo. No podemos evitar el contacto con el mundo, porque vivimos en él, pero necesitamos algún tipo de protección para evitar que los pecados terrenales manchen nuestro carácter. Hay una gran diferencia entre vivir en el mundo y ser del mundo. Santiago escribió: “¿No saben que la amistad con el mundo es enemistad con Dios?” (Sant. 4:4). No debemos estar tan unidos al mundo que su basura nos quede pegada; en cambio, debemos permitir que Dios se interponga. Solo él puede mantener nuestro corazón limpio y puro sin importar la basura que el mundo nos arroje.