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Su solicitud de unirse a nuestra orden religiosa es sumamente extraña —declaró el anciano ermitaño sacudiendo la cabeza—. ¿Está seguro que realmente lo quiere hacer? La vida aquí será sumamente difícil para usted, comparada con los lujos de su palacio. No podremos hacer ninguna excepción a los estrictos reglamentos de pobreza y silencio. Además, no tendrá comunicación alguna con su familia ni con el mundo exterior.
—Pero eso es exactamente lo que busco —explicó Iván—. No soy digno de ser gobernante de Rusia. Mis pecados son más pesados de lo que puedo soportar. Tal vez aquí pueda encontrar alivio para mi conciencia torturada.
— ¿Ah, sí? —el ermitaño elevó las cejas y esperó que continuara.
— Seguramente habrá escuchado que fue mi orden la responsable por la muerte de todos los habitantes de Nóvgorod.
—Sí —asintió con la cabeza el anciano—. Continúe.
— He tratado a todos con suma crueldad. También di la orden de muerte para un dirigente importante de la iglesia en Moscú. Él no merecía morir.
—Sí, ya me había enterado. ¿Algo más?
Para entonces Iván había comenzado a llorar, y sus sollozos provenían de lo más profundo de su alma.
— Yo... ¡yo golpeé a mi propio hijo en un arrebato de ira y lo maté! ¡Oh, soy el más vil y miserable de todos los hombres! He buscado el perdón y la paz por todas partes, pero no los encuentro. Dios me ha abandonado. ¿Habrá alguna esperanza para mí?
A menudo es más difícil perdonarnos a nosotros mismos que perdonar a los demás. Pero tenemos un Dios que es bueno y perdonador, y que ama a todos los que lo invocan (Salmo 86: 5). Él no quiere que vivamos con culpa y condenación, sino que confesemos nuestros pecados y recibamos su perdón (1 Juan 1: 9). No hay pecado tan grande que Dios no pueda perdonar, ni pecador tan lejos que Dios no pueda alcanzar.
¿Has experimentado el perdón y la paz de Dios en tu vida? Si no es así, hoy puedes acercarte a él con humildad y arrepentimiento, y él te recibirá con amor. No dejes pasar esta oportunidad de reconciliarte con Dios. «Ahora es el momento oportuno. ¡Ahora es el día de la salvación!» (2 Corintios 6: 2).