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En el año 1415, el rey Enrique V de Inglaterra se enfrentó a un ejército francés mucho más numeroso y poderoso que el suyo en la batalla de Azincourt. Los ingleses estaban agotados por las enfermedades, el hambre y las lluvias. Parecía que no tenían ninguna posibilidad de ganar. Pero el rey Enrique no se rindió, sino que ordenó a sus arqueros:
— Que cada uno corte una estaca de dos metros de longitud en el bosque, y le saque punta por ambos lados. Claven una punta en el lodo, y la otra, que quede en forma diagonal, apuntando hacia el enemigo, a la altura del pecho de los caballos.
Luego los ingleses se quitaron los zapatos para no resbalar en el barro y se prepararon para luchar. La batalla fue feroz, pero Los ingleses lograron resistir el ataque de los franceses. En un momento crítico, un grito de terror se oyó entre las filas inglesas:
¡El rey Enrique ha caído! —Un hacha de combate había golpeado el casco del rey, tirándolo al suelo. El rey Enrique se levantó rápidamente y siguió peleando. Al final, los franceses se retiraron y los ingleses celebraron la victoria. Todos los soldados rodearon al rey para ver el casco abollado que le había salvado la vida.
El casco es una pieza fundamental en la armadura de un soldado. Sin él, el rey Enrique habría muerto en el campo de batalla. De la misma manera, nosotros necesitamos el casco de la salvación para protegernos en medio de las luchas espirituales. El casco de la salvación es un símbolo de la protección de nuestra mente y de nuestra esperanza en Cristo, que nos ha salvado de la condenación del pecado. Por eso necesitamos ponernos ese casco todos los días. Recordar lo que Dios ha hecho por nosotros, renovar nuestra mente con la Palabra de Dios y resistir los ataques del enemigo.
Y tú, ¿tienes puesto el casco de la salvación? No te expongas al peligro sin estar bien protegido. Fortalece tu esperanza en la segunda venida y «pelea la buena batalla de la fe» (1 Timoteo 6: 12).