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El 9 de agosto de 2012, el atleta keniano David Rudisha se convirtió en campeón olímpico al establecer un nuevo récord mundial en los ochocientos metros planos, al correr la distancia en un minuto y cuarenta segundos durante los Juegos Olímpicos de Londres.
Hace casi tres mil años, durante el reinado de David en Israel, dos corredores al servicio del monarca se destacaban por su velocidad, al punto de que habrían podido ganar una medalla de oro en los próximos Juegos Olímpicos. Un día David se encontraba afligido. Su hijo Absalón había usurpado el trono y lo perseguía. El general Joab lideraba al ejército en la lucha contra Absalón y David esperaba noticias de la batalla.
Finalmente, Joab logró dar muerte al rebelde y así acabar con la sedición. Posteriormente, Ahimaas se presentó como voluntario para llevar las nuevas al rey David, pero Joab decidió enviar a un etíope en su lugar. Ahimaas insistió en su pedido y finalmente Joab lo dejó ir, pero no le dio instrucciones claras. Como Ahimaas conocía mejor el terreno y era muy veloz, llegó primero a la presencia del rey, pero no tenía un mensaje definido que transmitirle. Ese joven tenía entusiasmo, capacidad y buenos deseos. Pero no tenía mensaje. Había corrido en vano.
Es posible que Pablo haya recordado esa experiencia cuando escribió: «Yo corro teniendo una meta bien clara» (1 Corintios 9: 26, NBV). En la iglesia hay personas que hacen muchas cosas, participan en muchas actividades, pero no producen frutos para Dios. Jesús afirmó: «No todos los que me dicen: "Señor, Señor", entrarán en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la voluntad de mi Padre celestial» (Mateo 7: 21).
Como participantes en la carrera de la fe, debemos tener claro cuál es nuestra meta. No podemos distraernos con las cosas del pasado, ni conformarnos con lo que hemos logrado hasta ahora, sino avanzar con fe y perseverancia hacia el llamado celestial que Dios nos ha hecho en Cristo Jesús. Así podremos decir como Pablo: «He peleado la buena batalla, he llegado al término de la carrera, me he mantenido fiel» (2 Timoteo 4: 7).