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EL PODER DESTRUCTIVO DEL PECADO

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«No dejen que el pecado los gobierne, ni que los obligue a obedecer los malos deseos de su cuerpo. [...] Más bien, entréguense a Dios, y hagan lo que a él le agrada. Así el pecado ya no tendrá poder sobre ustedes» (Romanos 6:12-14, TLA).

David fue un hombre conforme al corazón de Dios, pero también cometió graves errores que le costaron caro. Uno de ellos fue cometer adulterio con Betsabé y asesinar a su esposo Urías. David trató de ocultar su pecado, pero Dios lo confrontó por medio del profeta Natán. David se arrepintió y pidió perdón a Dios, pero tuvo que sufrir las consecuencias de su acción: su hijo murió, otro de sus hijos violó a su hermana Tamar y Absalón se rebeló contra él.

 

La historia de David ilustra cómo el pecado tiene un poder destructivo que no solo nos afecta a nosotros mismos, sino también a quienes nos rodean. Al apartarnos de Dios, el pecado nos roba la alegría y nos hace vulnerables al enemigo. Por consiguiente, Dios nos invita a vivir en santidad y a renunciar al pecado.

 

Elena G. de White escribió: «La mayor de las fuerzas del vicio en nuestro mundo no es la vida inicua del pecador abandonado, o del paria degradado; es la vida que parece virtuosa, honorable, noble, pero en la cual se fomenta un pecado, se abriga un vicio» (La educación, p. 134). Esto significa que el mayor peligro para nuestra vida espiritual no es tanto el pecado evidente y descarado, sino el pecado oculto. El pecado que se disfraza de virtud, el vicio que se justifica con excusas.

 

¿Qué tipo de pecados podemos estar fomentando en nuestra vida? Tal vez sean hábitos como la mentira, el chisme, la pereza, la codicia o la lujuria; actitudes como el orgullo, la envidia, el rencor o la ira; o pensamientos como la duda, el temor, la crítica o la murmuración. Cualquiera que sea nuestro caso, debemos reconocer nuestros pecados y confesarlos ante Dios (ver 1 Juan 1: 9).

 

Examina tu vida con sinceridad y humildad, y pídele a Dios que te muestre si hay algún pecado que estés abrigando en tu corazón. Arrepiéntete y confiesa tu falta ante él. No te conformes con una apariencia externa de piedad, sino busca una transformación interna de tu carácter. Así serás un joven conforme al corazón de Dios.

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